Hace años escribí un artículo en Vibra.co sobre la soledad. Aún lo puedes leer: entra a la página web de la emisora y pon en la lupa de búsqueda “7 ventajas de ser soltera y vivir sola”. En él exploraba las posibilidades de la soledad. Hoy, mientras escribo esto, reconozco que cuando escribí dicha nota no era soltera ni vivía sola. Confieso que ese texto, más que una exploración, fue una especulación, una ficción, una realidad idealizada.
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Con una separación encima y sin hijos, volví a la soltería y ahora sí vivo sola. Debo confesar que en aquella época no pude ni remotamente acercarme a la materialidad de la soledad, a lo que ella le hace al cuerpo y a la mente. Me refiero, por ejemplo, al frío en los pies cuando Bogotá está helada en las noches y trato de dormir. Me pongo leggings y camiseta debajo de la pijama. Buzo, saco, otro saco, doble media, calentadoras, guantes, bufanda, gorrito. Muchas veces tengo que levantarme, tapar los bordes de las ventanas con cartones, calentar dos bolsas de agua y emparedar con ellas mis pies, helados como paletas. El frío es despiadado. Hace que tirite y me ahogue bajo el peso de más cobijas de las que puedo soportar. Algunas madrugadas me despierto sudando y empiezo el lento proceso de desenvolverme, de quitarme capas de calor, como si fuera una cebolla. Y debajo de todas esas capas queda mi yo mamífero que extraña el calor de otro cuerpo.
Vivir sola tiene otros inconvenientes. Que se te meta un mugrecito en el ojo en medio de la noche se convierte en toda una pesadilla si descubres que el gotero de lágrimas está vacío y no tienes a nadie que te sople. He llegado al extremo de lavarme el ojo bajo el chorro de agua, conteniendo la tentación de sacármelo para hacerle una limpieza ocular completa.
Otro problema es mover objetos pesados, pues algunos son más fáciles de correr entre dos. Las bibliotecas son un desafío tan grande para mí como la cama y el cajonero. Pero no me dejo amedrentar por esos objetos enormes que parecen mirarme con ojos desafiantes. Puede que tenga que desocuparlos o desarmarlos, pero no se escapan de mi dominio. Sin embargo, algunas veces el sentimiento de soledad no viene de mí, sino de las personas que me ven sola.
Recuerdo que un domingo estaba subiendo el mercado (vivo en un tercer piso) y me crucé con una pareja. No me ofrecieron ayuda, pero, en cambio, escuché que él le decía a ella “y sola”. Entonces recordé una frase que escuché cuando era adolescente. Mi madre, mi hermana y yo subíamos un trasteo. En aquella ocasión nos topamos con un anciano y la que debía ser su esposa. Alcancé a oír que él le decía a ella “y solas”. Éramos tres mujeres y, sin embargo, para él estábamos solas. ¿Acaso lo que nos hacía falta era un hombre? Estuve a punto de gritarle “¡no estamos solas!, ¡no necesitamos ningún hombre!”
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Estos recuerdos me llevan al miedo. Al terror. Cualquier ruido en el silencio de la noche se me hace sospechoso. Un grito en la lejanía se transforma para mis adentros en un pedido de auxilio de una mujer que imagino siendo asaltada por una horda de hombres desconocidos que, con seguridad, sabían que estaba sola. Pero la luz del día me envalentona. Ejercito mis músculos, desayuno (me trago mis miedos), lavo la loza, salgo a trabajar. Y cada noche, antes de acostarme, me siento menos sola.