A una cuadra de mi casa hay una iglesia con una torrecita de cúpula cobriza parecida a las de las iglesias ortodoxas. A su lado, en el segundo piso del despacho parroquial, hay una vitrina donde hay una custodia, una lámpara de cristal, una vela de una virgen y dos cirios desplegados sobre una mesa con mantel blanco. A veces hay personas solas o acompañadas, arrodilladas, con las manos extendidas o recogidas, con la cabeza gacha o levantada mirando hacia la vitrina. Siempre me asombra poder ver gente en plena calle imbuida en esa conexión íntima con una divinidad.
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Hace unos años, al ver una escena así es muy factible que hubiera pensado que estaba frente a un ritual ingenuo de almas supersticiosas, manipuladas por una religión envuelta en cualquier cantidad de cuestionamientos –como están envueltas la mayoría de las empresas que llevamos a cabo los seres humanos. Pero claro, hace unos años mi relación con lo divino era otra.
Quizás tenía que ver con el hecho de haber sido uno de los pocos niños que no estaba bautizado en espacios (colegio, familia, país) conformados, en su mayoría, por católicos que llevan a cabo ritos de afianzamiento de fe cada tanto… O con lo que sucedió con una carpa en una convivencia del colegio en la finca de un amigo. Estaba en décimo grado y tenía 16 años. Me llevé la carpa de la casa a la convivencia, a pesar de que mis papás insistieron en que no lo hiciera. Con unos amigos la levantamos a unos metros de un quiosco que estaba lejos de la casa de la finca y cerca de una carretera veredal. Uno de mis mejores amigos se había llevado una maleta con su mejor ropa y creyó que dejarla en mi carpa era una excelente idea. En la noche empezamos a tomar aguardiente que habíamos llevado de contrabando, con resultados predecibles: pelados y peladas haciendo bulla, abrazados, tirando cosas, gritando canciones a pulmón herido. Yo, por mi parte, gritándole a Dios que si existía esperaba una señal. Después de un rato fuimos a la casa a comer algo. Seguimos tomando y cuando volvimos al quiosco la carpa ya no estaba: habían cortado los alambres de púas de la cerca y se la habían llevado con la maleta de mi amigo. Borracho como estaba, me puse a llorar. ¿Había sido la señal esperada? No lo sé. Dijeron que habían sido ladrones.
Mis ideas sobre lo divino eran, creo, más categóricas en esa época. Quizás por eso mismo disfrutaba menos del mundo: si uno cree que sabe las respuestas, ¿qué placer puede tener en hacerse preguntas? No sé si existe una fuerza que se robe carpas. Tampoco es una de mis preocupaciones. Por lo pronto, me gusta ver y oír cómo se las apañan otros con sus respuestas, así como hacen a una cuadra de mi casa.