Genealogía de la corrupción en Colombia

¿Por qué Colombia es un país tan corrupto? Lo de Odebrecht vuelve a poner sobre la mesa un problema histórico de falta de control institucional y cultura del dinero fácil. Columna de Alejandro Pino Calad.

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«Tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones». La frase fue brutal y  absurda, pero el entonces presidente Julio César Turbay (1978-1982) no se inmutó en su alocución. Para él, cacique tradicional del Partido Liberal que había llegado al poder tras hacer fila en una tradición de rotación del poder, inferir que hay un justo nivel de corrupción era lo más normal del mundo. Y lo peor es que en Colombia lo es.

Por supuesto, la corrupción en Colombia no empezó con Turbay por más que bajo su mandato se diera la represión de los militares y comenzaran las desapariciones de jóvenes de izquierda con el «Estatuto de Seguridad»; antes de él había estado en la presidencia Alfonso López Michelsen, bajo cuyo mandato se instauró «la ventanilla siniestra» en el Banco de la República, con lo que los nacientes narcotraficantes empezaron a lavar sus ganancias legalmente y bajo auspicio del gobierno.

Lo de López Michelsen bien vale la pena ser revisado. Para muchos «el gran estadista que ha dado este país» (título que es fácil de alcanzar cuando tu familia es la dueña de la revista más influyente de Colombia… sí, Semana), bajo su gobierno tuvimos una bonanza cafetera que disparó la inflación y nos dejó más pobres que nunca (por si las dudas, «bonanza cafetera» quiere decir que todo el planeta estaba consumiendo nuestro café y en vez de enriquecernos el país entró en crisis, aún nadie entiende cómo), se disparó el narcotráfico amparado en la ya mencionada «ventanilla siniestra» y en una política que permitía las exportaciones menores (básicamente, empezaron los vuelos de avionetas cargadas de droga con registros legales pues se suponía que estaban sacando productos ídem) y, por supuesto, como casi todos los presidentes de Colombia (o al menos todos desde López) tuvo su escándalo personal de corrupción: su familia adquirió una finca en los Llanos Orientales en donde luego, casualmente, se hizo el trazado de una carretera lo que, curiosamente, la valorizó de forma automática.

Pero, por supuesto, la corrupción no empezó con López; antes de él estuvieron los gobiernos del Frente Nacional, ese histórico pacto entre los partidos Liberal y Conservador para rotarse la presidencia y el clientelismo entre 1958 y 1974 y así acabar con la violencia que generaron los enfrentamientos entre sus líderes y sus partidarios, y que terminó llevando al poder al general Gustavo Rojas Pinilla.

Lo de Rojas Pinilla también es bien simpático: derrocó a Laureano Gómez, cuyo gobierno había llevado la violencia entre liberales y conservadores a niveles mayúsculos (tanto que para hablar de esa época hay que escribir La Violencia) y asumió la presidencia casi que como héroe nacional. En 1957, tras múltiples vetos a las libertades individuales y de prensa, sumados a varios escándalos de corrupción que incluyeron a su yerno Samuel Moreno Díaz (mira tú, casualmente el papá de Samuel Moreno Rojas, corrupto exalcalde de Bogotá), le dejó el poder a una junta militar que organizó unas elecciones algo extrañas en las que los colombianos de la época aceptaron que se modificara la Constitución y que liberales y conservadores se rotaran el poder.

Alberto Lleras Camargo (liberal, 1958-1962), Guillermo León Valencia (conservador, 1962-1966), Carlos Lleras Restrepo (liberal, 1966-1970) y Misael Pastrana (conservador, 1970-1974) fueron los presidentes que trataron de normalizar al país tras La Violencia y Rojas Pinilla, y aunque muchos afirman que se logró estabilidad institucional (especialmente durante el gobierno de Lleras Restrepo) lo que sí logró el Frente Nacional fue convertir a los electores en apáticos políticos y abrirle la puerta plenamente a la corrupción. Es decir, ¿para qué votar si ya se sabe quién va a ganar pues hay un acuerdo de los de arriba? Y esa apatía (que se mantiene en un país cuya abstinencia electoral ronda el 50%… y dizque somos una democracia) inevitablemente repercute en una falta de control ciudadano a las instituciones y sus gobernantes.

Esa es la palabra clave para luchar con la corrupción: control. Al interior de las instituciones no hay control porque el Frente Nacional malacostumbró a los políticos a no hacer control político: ¿para qué vas a controlar al que está ahí si luego vienes tu? Es la ley del «hagámonos pasito» y, así, pasamos de unos partidos enemigos a muerte (lo que, ojo, también es un absurdo) a unos partidos acomodados.

Ni el Liberal ni el Conservador son partidos que se controlen, y son padres de un montón de partidos nuevos (La U, el Centro Democrático, Cambio Radical, etc.) en el que los unos se mezclan con otros y que en últimas terminan siendo ajenos a verdaderas ideologías y amigos del poder. Y el que es amigo del poder no lo controla, lo sostiene haga lo que haga. Miren nada más la lista de senadores que hoy son santistas pero hace ocho años eran uribistas y hace veinte eran pastranistas… Nuestros políticos sólo tienen un partido: el gobiernista.

Los medios, el «cuarto poder», no ejercen control pues son empresas cuyo mejor cliente es el gobierno con sus campañas publicitarias y, además, pertenecen en su gran mayoría a grupos o personas con intereses políticos y/o económicos. No se trata sólo de la Revista Semana de los López y dirigida por un Santos, hagan la lista: El Tiempo (Sarmiento Angulo -que por cierto, está vinculado al escándalo de Odebrecht pero NADIE lo menciona-), RCN y La República (Ardila Lulle), El Espectador, Blu Radio y Caracol TV (Santo Domingo), Caracol Radio (Grupo Prisa)… Son muy pocos los medios sin intereses en contrataciones con el gobierno de turno o el aspirante al gobierno de turno.

Así que el control debería quedar en manos del pueblo pero, en una tradición que ya se enquistó en nuestra cultura, al pueblo le es indiferente.

No nos importa. Los que están en el poder hacen de todo (de asesinatos de civiles con los «falsos positivos» a  la»mermelada» -bello término para referirse al clientelismo-; de llegar a la presidencia con una campaña pagada por el Cartel de Cali a darle «ayudas» a tus barones electorales con Agro Ingreso Seguro) y pareciera que a los colombianos no nos importara.

Uno se pregunta cómo es posible que estalle un escándalo como el de Odebrecht, que desnuda (por enésima vez) el sistema de coimas en las contrataciones y licitaciones del gobierno, y no pase nada. Pero es que acá nunca pasa nada: yidispolítica, parapolítica, falsos positivos, chuzadas, Invercolsa, Agro Ingreso Seguro, zona de distensión, Dragacol, Proceso 8.000, Banpacífico, La Catedral, El Apagón… la lista de escándalos en los gobiernos de los últimos 30 años es una genealogía de corrupción que parece no acabar pues pasan y pasan cosas, pero en últimas no pasa nada.

Es vergonzoso. Para hablar en términos de Turbay, la corrupción se salió de proporciones. ¿Llegamos a un punto de no retorno? No lo sé. Es necesario que los electores nos hagamos sentir, que reaccionemos, que asumamos que la única forma de transformar unas instituciones construidas sobre la base del clientelismo es con control ciudadano.

Esperar que la corrupción se acabe en manos de los mismos que están o han estado en el poder es increíblemente ingenuo. No deja de ser cínico que el expresidente del mayor escándalo de corrupción en Colombia, el Proceso 8.000, esté hablando de ética y transparencia, y no deja de ser absurdo que el expresidente y hoy senador con mayor número de condiscípulos en la cárcel por corrupción en toda la historia pase un proyecto de ley para combatirla.

El común de la gente tiene problemas de memoria con sus gobernantes y políticos, y por eso suele votar por los mismos, esperando que aquel que ya hace parte de un sistema corrupto esta vez sí lo cambie. Es estúpido, sí, pero la historia lo ratifica: votamos por una línea de corrupción histórica que se puede extender al Frente Nacional, punto en el que el control político se fue al carajo.

Ya es momento de que dejemos de ser «turbayistas» como Uribe o «lopistas» como Samper y Santos, de que dejemos de ser el apático elector frentenacionalista que ni siquiera vota u opina porque todo está arreglado, y nos demos cuenta de que no hay mesías que nos saquen de esta. Como ciudadanía estamos en la obligación de salir solos.

Por: Alejandro Pino Calad // @pinocalad

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