Opinión

Amor eterno

“Yo he sufrido tanto por tu ausencia desde ese día hasta hoy no soy feliz y aunque tengo tranquila mi conciencia sé que pude haber yo hecho más por ti”, Juan Gabriel

Lina Tejeiro y su perra Frida, junto a su gato Da Vinci
Lina Tejeiro y Frida Instagram: @linatejeiro

La actriz Lina Tejeiro, conocida por su papel de Catalina Mejía en la telenovela “La ley del corazón”, contó en sus redes sociales hace unos días que su pomerania había muerto. Y las redes hicieron lo suyo. Aunque muchos de sus seguidores se solidarizaron con su dolor y le dejaron mensajes de condolencia, otros la criticaron. De hecho, ella respondió públicamente un mensaje en particular.

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Una internauta insinuó que sus “malas energías” habían causado la muerte de su perrita:

“Ella tiene tantos complejos, traumas, tristezas, que sus mascotas viven enfermas de su energía. Esa perrita vino a salvarla seguramente de alguna otra cirugía que irá a realizarse. Nada es casualidad en este mundo”, comentó la internauta, a quien mantendremos en anonimato.

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Detrás del comentario de esta “hater”, más allá de sus intenciones de lastimar a la famosa, está la idea de que existe una conexión energética entre los seres humanos y sus mascotas. Es una creencia tan arraigada, que cuando murió Merlín, tras catorce años de compartir su vida conmigo, muchas personas me dijeron que seguramente se había ido para evitar la muerte de mi exesposo. Algunas semanas después de la partida de nuestro gatito, él estuvo hospitalizado por un pico de azúcar en la sangre que casi lo mata.

Merlín estuvo enfermo la mayor parte de su vida. Era incapaz de utilizar el arenero como todos los gatos. Yo tenía que entapetar con papel periódico su sanitario gatuno y él hacía orines en la arena, pero deposición por fuera. El síntoma más molesto de su enfermedad era una diarrea crónica con sangre, así que sus idas al baño eran muy dolorosas. Durante sus últimos seis meses de vida, perdió el control de esfínteres y tuve que ponerle pañales, ¡imagínense un gato con pañales! Al final estaba tan flaquito que parecía huesitos forrados.

Sin embargo, en su juventud fue un gato feliz. Jugaba a cazarme, escondido detrás de la cama. Amaba las pelotas locas. Las traía una y otra vez entre sus fauces para que yo se las tirara lejos. Le hacía emboscadas a Morgana, la gata que lo sobrevivió y que hace un mes cumplió 18 años. Se enroscaba sobre mi regazo, apretado como un caracol, y pegaba su nariz a mi brazo. El aire entraba a sus pulmones impregnado de mi olor y, entonces, ronroneaba; ronroneaba tan fuerte que se escuchaba en todo el apartamento y hasta en el pasillo del edificio.

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Somos muchos quienes, como Lina, amamos a nuestros animales. No creo que los humanicemos ni pensemos que son nuestros hijos. Lo que sentimos por ellos es un amor eterno, muy cercano a nuestra cotidianidad porque deja huellas en nuestros sentidos: la textura de su pelaje bajo nuestra caricia, la fría humedad de sus hocicos, la musicalidad de sus ladridos o maullidos. Su ausencia nos duele tanto porque además de nuestra conexión energética, el vínculo que tenemos con ellos es mucho más físico que el que solemos tener con amigos y familiares; esa cercanía corporal se parece a la relación que tenemos con nuestros hijos, cuando están pequeños, y con nuestras parejas. Es una conexión íntima.

¿Merlín se sacrificó para salvar a mi ex? No lo sé, pero lo que sí sé es que hubiera entregado su vida por mí o por él. Por eso me sentí culpable por su muerte, pues sé que pude haber hecho más por él. ¿No sentimos lo mismo todos a los que se nos muere un animalito, incluso Lina?

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