Una voz o entidad con la que convivo es huraña y responde con monosílabos, murmura o gruñe. Genera una tensión inmensa que incomoda a la mayoría de quienes nos relacionamos con ella.
PUBLICIDAD
Lea la primera parte de esta columna en El bebé más bravo (I)
Para C. C. Jung, esta sería una manifestación de mi sombra. Según la introducción a la psicología de C. C., Jung de Frieda Fordham, nuestra sombra es “el inconsciente personal; son todos esos deseos y emociones incivilizados que son incompatibles con las normas sociales y nuestro ideal de personalidad, todo aquello de lo que nos avergonzamos, todo lo que no queremos saber de nosotros mismos. De ello se deduce que cuanto más estrecha y restrictiva sea la sociedad en la que vivimos, más grande será nuestra sombra”.
A nivel colectivo, la sombra puede estar representada en figuras como el diablo. La diferencia entre la mirada católica y la de Jung es que en la primera se aboga a un dios por que nos libre del mal, en la segunda se plantea que es inútil rechazar nuestra sombra, así como intentar reprimirla. Podemos, eso sí, aprender a convivir con ella, darle un espacio, aunque, según el mismo libro, “aceptar a la sombra implica un esfuerzo moral considerable y, a menudo, renunciar a los ideales preciados, pero solo porque los ideales se elevaron demasiado o se basaron en una ilusión”.
A mi sombra la conozco desde hace bastante. Hay incluso fotos donde aparezco con ella. Una de cuando era un bebé con toda su cara concentrada en fruncir el ceño con fiereza. A juzgar por la luz y por la sábana donde reposa su cuerpo, no parece haber motivo para su enojo. Su dignidad no produce temor, sino ternura.
La segunda foto es de un niño de 7 u 8 años, con su peinado con el pelo hacia abajo. Está acuclillado sobre una lonchera y mira hacia un costado fuera de cámara. Tiene cara de estar en el momento más miserable del día.
Creo que como durante tanto tiempo no la oí, ahora la entidad es más radical para hacerse notar. Por ejemplo, me despierta en medio de la noche. A veces solo necesita una frase para que mis ojos se abran de zopetón. O hablar y hablar y hablar hasta que me despierta. En lugar de pasar una hora o más mirando el techo y peleando con ella, en ocasiones la canso parándome a dibujar o escribir un rato sin pensar que en unas horas estaré cansado.
Ya incluso le agradezco que esté ahí: entre otras cosas, mi búsqueda por quitármela de encima me ha mostrado visiones distintas sobre qué es y cómo tratarla. Esto, a su vez, ha cambiado mis conversaciones con ella. El solo hecho de abrirle la puerta cuando me visita hace que me acompañe menos tiempo.