El bebé más bravo (I)

La idea del yo fragmentado parece irreal; sin embargo, solo hay que observar nuestra rutina para ver las múltiples personalidades que conviven en nuestro interior: Manuel Gómez Vega

ARCHIVO - Una mujer medita en una playa de Miami Beach, Florida, el miércoles 28 de abril de 2010. (AP Foto/Lynne Sladky, Archivo) AP (Lynne Sladky/AP)

En su libro El hombre y sus símbolos, C. C. Jung plantea: “En algunas tribus se supone que el hombre tiene varias almas; esta creencia expresa el sentimiento de algunos primitivos [sic] de que cada uno de ellos consta de varias unidades ligadas pero distintas […]”, y añade, “también nosotros podemos llegar a disociarnos y perder nuestra identidad. Podemos estar poseídos y alterados por el mal humor o hacernos irrazonables e incapaces de recordar hechos importantes nuestros o de otros, de tal modo que la gente pregunte: ‘¿Pero qué demonios te pasa?’ Hablamos acerca de ser capaces de ‘dominarnos’, pero el autodominio es una virtud rara y notable”.

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Esta concepción del yo no habla de su inexistencia, como el budismo, “solo” reconoce su fragmentación. Es una idea más cercana de lo que en principio podríamos creer. La división más evidente es la que algunas escuelas psicológicas hacen entre consciente e inconsciente. Según el diccionario de la RAE, la conciencia es el “conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios”. El inconsciente, por otra parte, es “el conjunto de caracteres y procesos psíquicos que, aunque condicionan la conducta, no afloran en la conciencia”: el mundo de las emociones/entidades/personalidades/pulsiones/estructuras que influyen en nuestros actos sin que sepamos de ellas. Es posible, sin embargo, que creamos que el inconsciente no existe y que somos seres de un solo plano.

Pensemos entonces en las personalidades que asumimos de acuerdo a espacios en que nos desenvolvemos. Valga comparar solo nuestra manera de comportarnos en casa y en el trabajo: ¿usamos las mismas palabras?, ¿conservamos la misma postura del cuerpo?, ¿nos vestimos igual? Un ejemplo inocente y diciente de esto es cuando a reuniones de dispersión llegan los integrantes de un equipo con sus parejas y desconocemos el comportamiento de un compañero o compañera de trabajo; quizás esté más callado o callada, quizás no eche los mismos chistes. He ahí su personalidad de casa o la personalidad de trabajo, en líos por la presencia de un elemento nuevo, su pareja, en un espacio donde no es usual.

Podemos dilucidar que las personalidades no presentan problema alguno si no actúan fuera del espacio o tiempo que les hemos asignado. A veces, sin embargo, cuando una de las personalidades ha sido tan eficiente para desenvolvernos en determinadas situaciones es fácil que nos apeguemos a ella y creamos que nos define o, peor, que debería definirnos. En la siguiente columna me detendré en ello.

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