Durante décadas los animales en Colombia han sido abandonados. Los maltratan, en las ciudades y en el campo, los dejan a su suerte una vez dejan de ser “útiles” o se convierten en un “estorbo”, los matan por placer, abusan de ellos laboral o sexualmente, los desuellan, los atropellan, los torturan o les prenden fuego, como sucedió hace una semana con cincuenta gatos en Santa Marta en el más reciente acto de ignominia de los varios que acumula en su prontuario esta ciudad.
PUBLICIDAD
A la violencia frenética y la indolencia de un país que se ensaña también con sus animales se opone, en cada rincón del territorio nacional, una fundación, una rescatista o una defensora — hablo en femenino porque la gran mayoría son mujeres — que dedica su tiempo, sus recursos y sus emociones a atender y salvar a esos seres sintientes que ningún gobierno se ha propuesto proteger. Es gracias a la compasión y el sacrifico de estas mujeres que los animales en Colombia no están solos.
Así, Ana Georgina, en Soacha, ha rescatado perros por más de dos décadas y hoy, a sus 70 años, ha logrado consolidar una red de mujeres proteccionistas que atienden gran parte delos casos que se presentan en el sur de Bogotá. La Asociación Mi Mejor Amigo rescata cientos de animales cada mes y salvó la vida de Ángel, un perro que a sus seis meses fue despellejado vivo por un adicto, en un infame caso de maltrato animal que salió a la luz pública. O la fundación “Por Amor a Rocky”, entre muchas otras, la conforman mujeres que se han dedicado a proteger a los gatos que abandonan y asesinan con sevicia en el Polideportivo de Santa Marta.
Ahora bien, como ya es costumbre, en cada periodo electoral los candidatos se rasgan las vestiduras en público y prometen a quienes amamos y sentimos compasión por los animales acciones contundentes, programas de atención, políticas de protección, capturas y castigos ejemplares. Porque los animales en este país, aunque no votan —como los niños y los muertos — ponen votos (y no pocos).
Mientras se desarrolla el circo político, algunas personas en las comunidades y los territorios se entregan a salvar vidas, dejan de lado sus necesidades, sus padecimientos físicos y, sin herramientas, afrontan en defensa de los animales los desastres de esa otra guerra que desangra a Colombia, de modo que deben enfrentar solas, con sus propios y casi siempre escasos recursos, la tristeza, la rabia y la impotencia que esa labor —ardua y desagradecida — les genera.
Las y los animalistas del país estamos a la deriva. Nos apoyamos entre nosotros a fin de minimizar en algo el sufrimiento de los más frágiles, denunciamos a diario esa incesante agonía que otros prefieren no oír, no mirar y no sentir, y otros esconder porque en cada muerte y cada sufrimiento animal erigen sus multiplicaciones. Entre tanto, buscamos donaciones, de amigos y familiares, de los y las ciudadanas que entienden y se unen a esta lucha. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, estamos solas, sin un Estado que reconozca el trabajo social y de salud pública que realizamos, con fuerzas que se debilitan y recursos que se agotan poco a poco, mientras la falta de empatía y de educación crecen. Seguirle dando la espalda a las animalistas será, en últimas, dejar también solos a los animales.