3 trucos para asumir el monólogo interior

Frente al monólogo interior, hay tres recursos que pueden ser de utilidad: la meditación, practicar un deporte y crear una voz. Manuel Gómez Vega se detiene en cada uno.

En la columna antepasada hablaba del monólogo interior que algunos sostenemos y me sorprendió cómo algunos y algunas me escribieron para contarme que también lo tenían y que consideraban las voces que oyen como irreales. Reales o no, ahí están y el monólogo, imparable.

¿Qué hacer con esas voces, con ese monólogo interior? Uno puede intentar controlarlo, pero es cuestión de segundos para darse cuenta de que no es muy plausible. Hace poco oía en Waking Up, la aplicación del filósofo Sam Harris, una comparación que me gustó bastante: los pensamientos son como sonidos: aparecen de la nada y vuelven a disiparse en la nada y, por más que intentemos, no podemos anticipar de donde vienen ni cuánto tiempo estarán con uno.

Lo primero es prestar atención, ya de por sí difícil en determinadas situaciones. De hecho, este es el principio de “despertar”: tan solo prestar atención a esas voces. Es posible que alguna –si uno oye varias– recrimine que uno esté una vez más produciendo esas voces negativas, pero eso es parte del juego, un truco más: una voz que recrimina porque uno produce y oye una voz que recrimina. ¿Es uno el que produce esa voz o esas voces? ¿Tiene uno responsabilidad sobre ellas? No lo sé... Y no importa tampoco… Ahí están, como inquilinos indeseables.

Frente al monólogo interior, a mí me han servido tres prácticas, quizás en orden de dificultad: meditar, hacer ejercicio y “crear” la voz en tercera persona. Ahora, no todos los días medito, hago ejercicio ni estoy consciente de crear esa voz en tercera persona.

Respecto a la meditación, hay tres ideas frecuentes: que implica estar sentado en una posición cómoda y con ojos cerrados, que uno debe buscar dejar la mente en blanco y que sirve para aquietar la mente. Frente a lo primero, en principio uno puede intentar hacerlo en la posición que desee y con los ojos abiertos, a sabiendas de que hacerlo en determinados momentos y lugares hace que uno esté expuesto a más estímulos visuales y auditivos, lo que puede no ayudar a oír los estímulos interiores. Frente a lo segundo: bien puede ser porque no llevo mucho haciéndolo, pero no recuerdo haber dejado la mente en blanco ni lo hago con esa intención. Esto tiene que ver con la tercera creencia: meditar, para mí, es una suerte de llamado de lista, una manera de saber cómo estoy en determinado momento y cuál voz está hablando más fuerte. De alguna manera, es saber con quién estoy hoy. Lo que he notado es que, con frecuencia, solo saber qué tan inquieta está mi mente es suficiente para aquietarla. Por lo general, medito entre diez y veinte minutos y eso marca una diferencia en mi día.

Hacer ejercicio puede ser más demandante. No hay mucho que pensar; es, finalmente, una cuestión de químicos. Si bien esto no disminuye necesariamente la presencia de voces, el chorro de endorfinas al menos las alegra. A las mías, al menos.

Finalmente está la “creación” de una voz. Esto puede sonar extraño, pues es fácil sentirse “ridículo” creando algo que no es “real”. Volvemos al punto de partida: ¿por qué pensar que una voz que creamos es menos real que las que oímos? Retomando Rain, el libro que mencionaba en una columna, su autora Tara Brach habla de un truco aún más específico: asumir esa voz como la de un futuro yo. Para que la voz tenga peso, hay que pensar cómo se ve, dónde vive, qué lleva puesto. Es posible que uno se sienta aún más ridículo si uno asume que esa voz habla con compasión. En el plano de estas voces, sin embargo, las que hablan duro y sin compasión son tan irreales o reales como esta.

Las tres prácticas son artilugios, si se quiere. Sin embargo, eso no debería detenernos para probar su efectividad. No se preocupe: si es por engaños o trucos, la mente siempre está más adelante que uno. Y de maneras mucho más sofisticadas.

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