El año pasado cerré mi ruta de viajes gastronómicos por Colombia en Santa Marta e hice esta guía para quienes tengan el destino en su radar.
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El que no tiene pierde
Casa Magdalena es una casona imponente, de paredes terracota y techos altos, con un patio con aires de Habana Vieja, donde una barra enorme invita a tomarse un coctel. La propuesta es la imaginada: pesca fresca, arroz con coco, ensalada de sandía, todo lo que un turista espera encontrar en un espacio colonial del Caribe, con un toque internacional, una salsa thai o mexicana, acá o allá. De postre vale la pena la bandeja de dulces típicos para compartir. Casa Magdalena es hermana del restaurante Agua de Río, que es menos formal pero con mucha onda y buena barra, esta familia no tiene pierde. Hace poco abrieron también un bar tipo speakeasy, un salón oculto junto a la entrada de Casa Magdalena para prolongar las noches.
Los del andén
La Industrial
Por la Avenida del Libertador, en una zona popular cerca al mercado de pescados, no muy limpia, un puestico de fritos resalta contra los rostros de los grafitis pintados en la pared de fondo, con la clara intención de embellecer para el turista una zona poco visitada. Así es la comida, te lleva a donde no ibas y donde tal vez no vuelvas. A menos que el antojo de arepa de huevo dulce, la de la masa clara y anisada, te gane. Lo vale.
Las arepas de Yiya
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El encanto del lugar es sobre todo la parrillita en la puerta donde las arepas hinchadas, recostadas en hojas, se desbordan con queso. A veces hay fila. El lugar lleva más de 20 años ofreciendo las arepas blandas, con queso rallado en la masa, repletas de queso otra vez.
Maridadas con agua de maíz, fresca, dulce y coqueta, con una etiqueta que muestra la cara de Yiya y dice Yiya, para que no la olvides.
El que sorprende y emociona
La casa blanca esquinera donde queda Calata está frente a la bahía y habla de la historia republicana de la ciudad. Cuando atraviesas el dintel, si no fuera por el menú y el cuadro de un reconocido artista local, olvidarías dónde estás. Un espacio crudo, de paredes desnudas, casi frío, con efectos cuidados de luz, hace que la mesa grande frente a la vitrina donde la chef Carmen Padilla hace lo suyo sea una experiencia levemente teatral.
Después llegan al centro de mesa las hayaquitas de mariscos, las empanadas de lengua de res en coco, las lumpias de posta cartagenera, las bolitas de yuca, el tiradito del día, y todo emociona. La belleza del bar crudo, lo sabroso de las carnes y los sabores inspirados en los fritos y la tradición local se crecen con la mirada técnica y curiosa de Carmen Rosa. Bendita.
Los de la buena vista
Serena Tropical Bistró
En la prolongación del camellón, frente a la bahía, Serena es el restaurante con vista perfecta para ver los afamados atardeceres samarios. Los barcos en primer plano, el mar y la sierra de telón de fondo. Mariscos, pastas, ensaladas y buenos cocteles en esta propuesta del grupo Uozo.
Sie7e Mares
Este segundo piso frente a la bahía aporta otra postal memorable del “Golden hour”. Es informal y si hay brisa no querrías estar en ningún otro lugar, a pesar de que no es un espacio especialmente cómodo. Platos con guiños, ceviches, cocteles, buenos patacones, jugo de mango michelado, catas de rones y un enyucado para cerrar. También tiene sede en Palomino.
La heladería nueva
Nevossa gelatería tradicional abrió a finales del año pasado en el centro histórico. Helados de ciruela, uchuva, guanábana, arazá e iguaraya, entre otras frutas, refrescan las caminatas largas de los días calientes. Es un espacio sencillo y colorido donde cuesta mucho elegir entre tantos sabores de helado. Yo me fui por los de temporada.
La edición Limitada
Las cenas locales Macondo surreal son la experiencia íntima más gozona que he tenido en la ciudad. No pierdas la oportunidad si tienes la suerte de coincidir con una, porque Fernando Arrieta, su anfitrión, hace solo un par cada mes, o cada dos meses, dos días seguidos para que valga la pena organizar toda la casa azul alrededor de los doce invitados por noche, y hasta la próxima. Es más, si aún no has comprado tiquetes y tienes cierta flexibilidad, puedes armar el viaje alrededor de la próxima cena clandestina. Vale la pena. Son de edición limitada.
En la que me tocó a mí -un grupo de diez turistas y un par de samarias- al comienzo tímido y cada hora más entusiasta, comió, tomó y bailó alrededor de Rosiris y Yuyi Obdulia, dos cocineras tradicionales de la Guajira y el Magdalena, que hablaron poco pero compartieron el proceso completo de crear sus bolitas de fríjol, lenteja, pescado, sirvieron bandejas con frutas, langostinos, boronía, funche guajiro y pequeños enyucados, que el anfitrión acompañó con agua de tamarindo, jugos de corozo y guayaba agria y una edición especial de ron que pareció hecho para acompañar las notas dulces de la gaitas. Claro que en ese punto ya estábamos todos algo eufóricos.
Como siempre en este tipo de eventos, la química del grupo garantiza la magia de la noche, pero la receta de ir a una casa en el centro, donde el anfitrión, las cocineras y los músicos lo dan todo para que te lleves el sabor local, es infalible.