He leído sobre la tendencia global a volver a buscar la comida del barrio, el lugarcito cerca de casa o del trabajo donde te sientes cómodo, donde te saludan por tu nombre y sabes cuál es el plato del día.
PUBLICIDAD
Siempre me gustaron los lugares sencillos, que no están de moda y no van a estarlo, donde la comida es rica pero la atmósfera es mejor. Suelen ser espacios algo avejentados que sirven comida nostálgica. Es lo más parecido a comer donde una tía cuando comes fuera de casa.
No vas a encontrar ahí ingredientes sofisticados, cocina de autor, no hay artilugios, no hay mucha técnica más que la de cocinar rico alguna receta perfeccionada con los años. Es “comida confortable” una rebelión en la era de la comida de laboratorio, industrializada y plastificada, para llevar.
Recuerdo un ejercicio en clase de periodismo gastronómico, en El Basque Culinary Center, en el cual el profesor nos pidió a veintitantos alumnos de varios lugares de España y 4 ó 5 países de Latinoamérica, definir nuestro plato confortable por excelencia. Nuestro plato seguro.
El pan. El mío era el pan, pero como no estaba segura de si contaba como plato entre tantos guisos de la abuela, postres de tías, recetas entrañables para otros, hablé del arroz con coco cartagenero.
Cuando llegó el turno del profesor dijo con dignidad que el suyo era el pan con mantequilla. Me encantó, me encantó porque técnicamente no es un plato con receta, pero un pan con mantequilla me emociona, me provoca siempre, a cualquier hora de cualquier día. Junto a un café regularcito y coronado de nata fue mi desayuno de la infancia y hoy es también mis onces, mis medias nueves, mi gustico a hora del té en el país del café.
Por eso este espacio va dedicado al pan amarillento y dulzón relleno de queso y cubierto de boronas doradas, mejor aún si es de queso salado, ni se diga si es costeño. Puntos extra para el que tiene mucho relleno y no tanto aire. Un pan de otros tiempos, nada que ver con masa madre, de fibra pocón, de queso muchón.
PUBLICIDAD
El año pasado, en Bogotá, redescubrí ese abracito comestible junto mi amiga Verónica, samaria ella, un día entre semana que me invitó a desayunar a su casa que queda a pocas cuadras de la mía. Tostadito y con mantequilla, le gusta a Vero. Yo no lo tuesto a menos que esté viejo, pero casi nunca le toca en suerte envejecer en mi casa. Es el tipo de pan que me tienen que quitar de las manos porque no se me da bien compartir.
En Bogotá se consigue en Paníssimo, una panadería de barrio en la 119 con once, pero estoy segura de que se encuentran versiones en muchas panaderías de barrio, cada vez con menos queso, eso sí. También he encontrado una versión más salada en el aeropuerto de Bogotá, un par de locales antes de entrar a las salas nacionales.
Es una versión del pan que llevaba José Iván a pedal, en la carreta de la Panadería San Martín, que pasaba todas las tardes frente a mi casa, en Castillogrande, a eso de las 6:30 de la tarde, la hora en la que el palo de caucho de Mayito, la vecina, botaba las hojas a punta de brisa en la puerta de la casa.
El pan de queso con mantequilla es mi lugar sencillo, mi bocado de barrio.
Como dice el periodista español Ignacio Peyró, el estómago siempre se alimenta del pasado.