Cuando era niña, en Cartagena, había un plan que me encantaba. Mi abuelo me regalaba una suerte de pasadía, un paseo de un día a Barranquilla, todo incluido. El clímax del paseo era el almuerzo en el restaurante Jardines de Confucio.
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Por supuesto que la diversión empezaba mucho antes; despertarnos temprano, parar a comer empanada con huevo en la carretera, o a tomar agua de coco. En tierra caliente, la decoración de Jardines de Confucio me resultaba muy estimulante. No solo por la fuente con la estatua de Confucio y la frescura que generaba sentarse cerca, sino por la textura peluda de las sillas pesadas, los colores terrosos, era una antítesis del imaginario de los restaurantes caribeños con estética liviana y feliz.
Ahí probé por primera vez lumpias, chow meins, salsas agridulces. El plan se repetía, Control V, una vez al año.
¿Por qué íbamos a Barranquilla los cartageneros? A darnos otros aires, a cambiar por un rato la arquitectura colonial y republicana por las casas con jardines amplios del barrio El Prado, a contemplar las fachadas con mármol y columnas, los centro comerciales y almacenes con escaleras eléctricas.
Pero también para verificar que “Barranquilla es más ciudad” pero “Cartagena es más bonita” y hacer alguna observación sobre la naturaleza del barranquillero, que parecía tener siempre más amor propio.
Tal vez íbamos también porque, habiendo sido puerta de entrada de tantos inmigrantes, ingredientes, culturas, resultaba interesante asomarse. Mi mamá dice que en ciertos círculos llamaban a la ciudad “la puta de la costa” por su fama de buena anfitriona.
Esta semana me regalé un pasadía a Barranquilla yendo en carro, desde Cartagena. Paramos en El Sombrero vueltiao, el parador turístico de carretera al que siempre había querido ir, por puro morbo, pues la construcción simula un sombrero gigante dentro del cual venden jugo de níspero o zapote, empanadas y fritos costeños de calidad muy inferior a las empanadas tradicionales de Luruaco.
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Desde la entrada la ciudad tiene otros aires, edificios más altos, más parques, y el impresionante Malecón del río. Para los cartageneros, a Barranquilla le faltaba siempre agua propia, paisaje, brisa, paseo peatonal. Santa Marta se puso al día con un paseo peatonal antes, pero hay que decirlo, el de Barranquilla es más majestuoso, es metropolitano, como el estadio, si fuera un sancocho sería el trifásico.
En una casa esplendorosa del barrio El Prado, con puertas de madera, lámparas Art Deco, una cocina de vitrina y una barra envidiable conversé con el chef Mane Mendoza, de Manuel Cocina, y mientras probamos sus platos para compartir hablamos de la cultura gastronómica y de la brisa nueva que han traído obras como el Malecón del Río, que está potenciando el atractivo de la ciudad.
¿Qué está pasando hoy en la movida gastronómica local?
Están pasando muchas cosas. Hace una década los restaurantes cerraban lunes y martes, eran días malos, hoy en Barranquilla todos los días son viernes. La gente marida hasta un almuerzo, ya no toman solamente para embriagarse, se toman un vino, un viche o un whisky con la comida, cualquier martes. El barranquillero sale a comer e invierte en comer. Barranquilla se está convirtiendo en una ciudad gastronómica, en un destino, por ser una ciudad multicultural con amplia oferta.
Antes los turistas iban sobre todo a Cartagena y más recientemente a Santa Marta, ¿qué tipo de turistas vienen a la ciudad hoy?
Tenemos muchos tipos de turismo. Hay un turismo médico estético creciente, muchas personas vienen del extranjero a hacerse cirugías plásticas. También hay mucho turismo empresarial y cada vez más turismo gastronómico; hay gente que simplemente viene a un restaurante a comer y se devuelve el mismo día, vienen de Medellín, Bogotá, Cali, o si están en Cartagena o Santa Marta unos días escogen uno para venir y devolverse.
¿Cómo es el comensal local?
El barranquillero es exigente, le gusta viajar y le gusta mucho la gastronomía, cada día se pierde más el tema de las discotecas en la ciudad mientras crecen los restaurantes porque la gente quiere ir a comer y a tomar. Hoy en día saben más lo que está en la vanguardia y son más exigentes con el servicio, los ingredientes y los licores.
¿Qué planes gastronómicos recomienda para distintos bolsillos?
Cualquier persona encuentra buena comida en la ciudad. Hay cuatro tipos de comida que ha sido famosa en el país: la cocina árabe, el que viene a Barranquilla quiere comida árabe; la comida china, muy reconocida; dentro de la comida rápida, las mesas de fritos tradicionales y la comida callejera nocturna, como el chuzo o la mazorca desgranada; y la comida típica. Pero hoy en día hay además varios restaurantes de alta gama, con chefs reconocidos.
¿Qué diferencial tiene la ciudad en la oferta gastronómica?
Se está invirtiendo mucho en las instalaciones, la calidad del servicio y la calidad del producto, que sumado a la diversidad de oferta hace la diferencia; sabores locales, ingredientes libaneses, técnicas globales.
¿Cuál es el reto más grande para que la ciudad se consolide como destino gastronómico, con tanta competencia?
Traer a más gente y que esa gente quiera volver. Está llegando gente a comer; ahora hay que lograr que ese cliente cuando se vaya diga acá quiero volver a comer.
Por lo pronto, quiero volver a caminar por el malecón y a probar el crudo de medregal de Manuel Cocina, su entrada de cangrejo con helado de aguacate, sus paletas de guayaba agria, rellenas de uchuva, y el “Falso sol”, un coctel de viche con jarabe de cúrcuma. Todos ameritan echarse el viaje a Barranquilla.