Opinión

La TV es arcoíris, version 2.0

Celebrar la diversidad no es una causa menor, pues en su labor pedagógica -por no decir evangelizar-, la TV puede ayudar a que muchos prejuicios sean acabados

Mucha reflexión tuvo mi columna de la semana pasada. Voces a favor y voces que consideran que, si bien la vida en TV no es color rosa, son muchos los espacios ganados. De hecho, me enteré gracias a esta discusión, que muy pronto saldrá al aire una serie sobre la vida de una mujer transgénero en uno de los canales privados y dos días después vi como en un reality se anunciaba, de nuevo, la presencia trans ahora desde al ámbito culinario.

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Quiero decirles que mi idea con este tipo de escritos es suscitar en las personas que me leen, el interés por conocer más, ojalá investigar con mayor profundidad sobre los temas que propongo y, lo más importante, generar muchas opiniones. Es lo que espero con vehemencia.

Hoy nos encontramos con el propósito de ahondar en algunos aspectos que, seguramente, quedaron por fuera de mi análisis anterior. Debo reconocer que muchos de ellos surgieron a través de mi gran amigo Manuel Osorio, quien, de manera regular, analiza y expresa su opinión sobre mis escritos. ¡Gracias Manuel!

En esta oportunidad me recordó que lograr una televisión incluyente no es un proceso menor y que, sin lugar a duda, es un gran medio para derrotar un sistema que nos oprime y nos obliga a comportarnos de una u otra manera. Además, cómo esta televisión no es otra cosa que la reproducción de un “deber ser” sobre un “ser”. Y aunque se lea enredado, lo cierto es que tiene mucha lógica. Los programas, series, seriados, telenovelas y demás, intentan, en la mayoría de sus emisiones, mostrar un solo tipo de realidad, una realidad ideal en la que aún lo diverso es visto como exótico, chistoso o banal.

Por ello, celebrar la diversidad no es una causa menor, pues en su labor pedagógica -por no decir evangelizar-, la TV puede ayudar a que muchos prejuicios sean acabados, como lo mencioné anteriormente. Por ello, no sólo se debe hablar de vez en cuando sobre nuestras vidas, si no hacerlo recurrentemente con historias reales, frescas, sin mofa, sin caricaturizarnos, ojalá con el apoyo de los colectivos, organizaciones sociales, líderes y personas de “carne y hueso” LGBTI. Al fin y al cabo, talento diverso, humano y artístico hay y de sobra ¿por qué no reclamar como nuestros estos espacios?

Un gran reto sin duda. Para ello hay momentos y formas de lograrlo. Uno, ¡a las patadas! Alzando la voz, recordando nuestra existencia más allá de los salones de belleza, la fiesta, la prostitución, el delito, los besos prohibidos, la aberración y el morbo. Dos, formando desde las universidades a las y los futuros libretistas, guionistas, directores, actores, comunicadores y creadores audiovisuales para que la transformación se dé desde la base desde la educación e, inclusive, desde los colegios. No obstante, y para no tocar terrenos sensibles, la academia debe avanzar en pensar la inclusión más allá del buen uso del lenguaje incluyente; debe “desmitificar” los cuerpos y las vidas de las personas LGBTI, debe preocuparse por investigar, debe salir a las calles, a los campos, a las esquinas, a los espacios donde nos exterminan.

Desde allí, desde las vivencias de las personas es de donde debe partir el ejercicio. Preguntarse quizá ¿qué significa ser lesbiana, gay, bisexual o trans en un país como el nuestro?, ¿cómo se vive la discriminación y el rechazo en la ruralidad, en los pueblos, en las comunidades indígenas, en los afro?

Definitivamente, hay mucho por ver y mucho por aprender. Pero también por escribir, por crear, por cantar, por dibujar, por bailar, por probar, porque las artes y la memoria pueden develar la historia de vida de las personas que aún no se cuenta por la moral de un pueblo que guarda silencio ante el atropello y la injusticia. Y aunque el humor es válido, nunca lo será para mostrarnos como seres exóticos o como parte de actos circenses en los que el espectador se asombra. 

Por Juan Carlos Prieto García

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