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Manejar borracho es un delito, no un descache

“En Colombia, manejar una moto por el andén o conducir ebrio debería considerarse un delito. PUNTO”, plantea la concejala de Bogotá Cristina Calderón

Columna de Opinión
Concejala Cristina Calderón

Bogotá está atravesando por una crisis de seguridad vial. La semana pasada un conductor borracho atropelló a 11 personas en San Cristóbal, entre ellas 4 menores de edad. Una joven, de solo quince años, no sobrevivió. En una ciudad que habla de movilidad segura, esta tragedia revela una verdad incómoda: seguimos normalizando la irresponsabilidad al volante y lo que se está haciendo desde la Secretaría de Movilidad no está ni cerca de ser suficiente.

No es un problema de desconocimiento. Las campañas existen y, en teoría, las sanciones. Pero la historia se repite. Lo que falta es autoridad y conciencia. Los colombianos toleran y normalizan el “sólo fueron un par de tragos”. Hablemos claro: el que maneja con tragos es un asesino en potencia y lo sabe. El problema es que no le importa.

Cada persona que decide manejar después de tomar convierte su vehículo en un arma potencial contra peatones, ciclistas, pasajeros y otros conductores. Se volvió común no respetar las normas, manejar ebrio o invadir el andén con motos, actos que, aunque muchos quieran ver como simples infracciones, representan la aceptación consciente de un riesgo mortal.

Las leyes colombianas son claras, pero blanditas e insuficientes. La Ley 1696 de 2013 impone sanciones por conducir bajo los efectos del alcohol: multas de hasta $30 millones de pesos, cancelación de licencias y penas de prisión de hasta 18 años si hay víctimas fatales. El Código Nacional de Tránsito (Ley 769 de 2002) prohíbe circular sobre los andenes o zonas peatonales. Pero estas leyes son como si no existieran: nadie las cumple y a nadie le importan.


Los controles son intermitentes, los procesos judiciales se dilatan y la reincidencia se multiplica. Las personas lo siguen haciendo porque casi nunca les pasa nada. En Colombia la irresponsabilidad al volante sigue saliendo barata, por eso el dolor de miles de familias que pierden un ser querido se repite una y otra vez.

El resultado es un daño social profundo. Familias destruidas y una confianza ciudadana que se erosiona con cada tragedia. La impunidad se convierte en costumbre, y la costumbre en resignación. Colombia no necesita más campañas flojas ni slogans vacíos, necesita autoridad fuerte y decisiones de Estado que reconozcan que la imprudencia vial es una amenaza.

En otros países, como Estados Unidos o España, la conducción temeraria, incluso sin causar lesiones, va más allá de una simple infracción de tránsito, se considera delito. “Reckless driving” puede acarrear cárcel y antecedentes penales. En estos países la sociedad entiende que quien maneja de manera peligrosa está atentando contra la vida ajena, no sólo infringiendo una norma.

Ese modelo funciona porque el miedo a perder la libertad disuade más que cualquier multa. Porque la impunidad no es reina. Aquí, en cambio, hemos perdido el miedo. El miedo a matar, a destruir familias, a atentar contra el peatón que va por el andén. Lo hemos perdido porque aquí no pasa NADA.

En Colombia, manejar una moto por el andén o conducir ebrio debería considerarse un delito. PUNTO. Porque cuando alguien sabe que puede causar una tragedia y, aun así, decide hacerlo, está aceptando el riesgo. Esa es la esencia del dolo eventual: prever el daño y actuar pese a ello. La indiferencia frente a la vida ajena no puede seguir siendo sancionada con simples comparendos.

El límite entre infracción y delito está desfasado frente a la realidad. Subirse al andén, incluso sin atropellar a nadie, o conducir ebrio, son actos que incorporan una potencialidad homicida. No es un “descache”, es un acto de desprecio por la vida. Penalizar la conducción temeraria no sería castigar la imprudencia, sino reconocer que hay conductas que cruzan la línea de lo tolerable.

Lo oigo todos los días hablando con los bogotanos. Las personas reclaman controles efectivos, las familias exigen justicia, los peatones piden poder caminar sin miedo. Bogotá necesita recuperar el respeto por el espacio del peatón y por la vida del otro. Necesitamos leyes que se cumplan, pero también que se cambien y se vuelvan más severas frente a esta falta de empatía. Necesitamos una transformación cultural profunda: que manejar borracho o por el andén sea visto como lo que realmente es: una tentativa de homicidio.

No podemos seguir esperando a que haya más víctimas para reaccionar. Si en Colombia manejar una moto en el andén y conducir borracho se consideraran delito penal con consecuencias reales, probablemente veríamos menos tragedias y más respeto. Porque el derecho también tiene una función simbólica: marcar los límites de lo intolerable.

Manejar no es un derecho absoluto y trae más deberes que cualquier otra cosa. Cada vez que alguien decide manejar borracho o subirse al andén, le está declarando la guerra a la vida. Este país no puede seguir acostumbrándose a la muerte. Cada tragedia en la vía nos recuerda que la indiferencia también mata.

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