Durante años creí que había algo en mí que debía corregir, algo que, aunque no sabía nombrar del todo, parecía despertar miradas incómodas, comentarios disfrazados de “preocupación” y silencios más elocuentes que cualquier palabra. No era una acción concreta ni un error cometido: era simplemente ser homosexual. Serlo en un entorno que me enseñó a sentir culpa antes que orgullo.
Pero no hablo de una culpa abstracta, sino de esa sensación pegajosa y persistente que se adhería a mi cuerpo desde muy temprano, como si uno cargara una mancha invisible o un peso que debía esconder. Crecí rodeado de mensajes, palabras, chistes, explícitos y sutiles, que me hicieron creer que mi existencia, tal como era, debía ser tolerada, pero no celebrada. Y cuando una vida se construye desde la tolerancia, no desde la aceptación, la culpa encuentra terreno fértil para echar raíces profundas. La culpa no nació en mí; me la enseñaron. Vino de la mano de mi familia, los libros, la televisión, la iglesia, la educación, discursos y gestos cotidianos que parecían inocentes pero que, con el tiempo, fueron moldeando una forma de estar en el mundo marcada por la autocensura.
Sin duda mi familia fue el primer espacio donde entendí, aunque nadie lo dijera abiertamente, que había formas de ser “correctas” y otras que era mejor no mostrar. Los comentarios sobre los niños delicados, las caricaturas de los peluqueros, la vida de muchos hombres que se arriesgaron a salir del closet estuvo siempre acompañada de risas, recomendaciones para “no dar papaya” y frases ofensivas sobre la anormalidad. Todo eso me transmitía un mensaje claro: mi autenticidad podía incomodar, y si incomodaba, la culpa era mía.
La religión aportó su parte con precisión quirúrgica. Crecí escuchando que el amor entre personas del mismo sexo era “un pecado”, “una desviación”, “una prueba que Dios ponía”. Interioricé esas frases no como ideas externas, sino como verdades íntimas. Había una jerarquía moral establecida: unos amores eran bendecidos y otros, como el mío, el que soñaba, eran motivo de oración, de corrección, de silencio.
La escuela, con su microcosmos social, completó el cuadro. En los patios, en los pasillos, en los baños, las palabras “marica” y “gay” no eran descripciones identitarias sino armas. Armas que servían para humillar, aislar y recordar constantemente que uno estaba fuera de la norma. Los docentes, en muchos casos, preferían mirar hacia otro lado. Algunos incluso reforzaban el mensaje con burlas veladas o advertencias sobre el ideal de la masculinidad.
Así, sin darme cuenta, fui incorporando una lógica perversa: si ser como soy generaba rechazo, entonces la culpa era mía. Si no encajaba, debía esforzarme más. Si molestaba, era momento de corregirme. Nadie me lo dijo así, pero todo a mi alrededor me lo enseñó.
Con el tiempo descubrí que la sociedad no necesitaba estar presente para castigar; bastaba con haber internalizado sus reglas. La homofobia exterior podía doler, pero había algo más corrosivo: la voz interna que repetía, día tras día, las frases que otros instalaron. Esa voz que decía “así no”, “no exageres”, “no te muestres tanto”, “vas a terminar solo”.
Pero esa dureza hacia mí mismo no fue espontánea. Fue cuidadosamente construida a través de años de mensajes culturales, religiosos y familiares. Me convertí en mi propio victimario. Antes que alguien me juzgara, yo ya lo había hecho. Antes de que alguien me señalara, yo ya había escondido mi esencia.
En la actualidad, incluso cuando ya he aceptado mi orientación sexual, la culpa sigue presente, agazapada en lugares menos visibles. Aparece en la forma en que evito hablar de mi vida afectiva en reuniones familiares para “no incomodar”. En la autocorrección involuntaria de mis gestos en espacios públicos. En la incomodidad al tomar de la mano a mi pareja en la calle. En mis actuaciones en público pues a mí me enseñaron que, en mi vida, todo debía ocultarse y hacerse con miedo. Es como llevar un juez dentro, más severo que cualquier otro del exterior. La culpa no es solo una emoción individual: es un dispositivo político y social. Sirve para disciplinar cuerpos y deseos, para moldear comportamientos y para perpetuar jerarquías morales. Cuando las personas LGBTQ+ cargamos con culpa, el sistema no necesita esforzarse demasiado para mantenernos en los márgenes; nos autorregulamos.
Esa culpa se traduce en silencios: el silencio en la mesa familiar, en la oficina, en los medios. Se traduce en la invisibilidad forzada de nuestras historias. Se traduce en la sobrecompensación: en el esfuerzo por ser “el mejor”, “el más correcto”, “el más ejemplar” para demostrar que merecemos el lugar que habitamos.
Hoy, al mirar hacia atrás, puedo nombrar con claridad algo que antes solo sentía: la culpa no era mía. Nunca lo fue. No era por cómo caminaba, ni por a quién amaba, ni por cómo me expresaba. Es la culpa de una sociedad que no sabe mirar la diversidad sin miedo. De instituciones cómplices que prefieren homogenizar antes que acompañar, enseñar o informar. Es la culpa de un sistema que necesita “otros” para mantener su orden ficticio.
Por tanto, ser gay no debería implicar cargar con culpas ajenas. Y, sin embargo, esa ha sido la experiencia de generaciones. Hoy, tenemos la posibilidad y la responsabilidad de cambiar esa narrativa. No se trata solo de celebrar la diversidad en desfiles, con banderas o hashtags, sino de construir espacios donde las nuevas generaciones no crezcan sintiendo que deben disculparse por existir.
La culpa fue un traje que otros me pusieron. Durante mucho tiempo lo llevé sin cuestionarlo; pero hoy, al escribir estas líneas, lo devuelvo. No me pertenece. Y en su lugar, elijo vestir mi dignidad, mi deseo y mi historia sin vergüenza.

