Era una ciudad plástica, de esas que se ven por ahí... Bogotá, una ciudad en la que antes el sol amanecía sobre los cerros y despuntaba lentamente en el cielo rolo, se convirtió en un lugar de resplandor opaco que apenas se cuela entre montañas de bolsas de basura apiladas en las calles. De aquellos copetones que la habitaban solo quedan murales, fotos y recuerdos: su canto fue sustituido por el chillido de las ratas y el aleteo de palomas famélicas que escarban entre las bolsas o corretean sobre los techos peleando por restos de comida en descomposición.
En algunos barrios de la ciudad, ya nadie recuerda cuándo pasó el último camión de basura ni a los barrenderos de antaño. ¿Cómo llegamos a esta situación? Todos lo intuían. Consuelo Ordóñez, quien era la directora de la Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos (UAESP), había diseñado una estrategia a la que llamó “caza-regueros”. Pero eso no estaba funcionando, pues maquillaba la podredumbre, pero no resolvía el problema de fondo, no había un plan de acción claro y reinaba la improvisación.
Un 20 de agosto del 2025, el alcalde de Bogotá Carlos Fernando Galán la despidió, seguramente temiendo repetir la suerte de Gustavo Petro, quien fue destituido de la alcaldía de Bogotá por un asunto similar, también relacionado con basuras. El problema es que la apartó del cargo cuando las calles ya olían a descomposición y después de que la Comisión de Regulación rechazara el modelo de aseo defendido por la entidad. Esperó demasiado para tomar medidas y ahora la ciudad está hundida en su desperdicio.
Los primeros colegiales intentan llegar a sus clases, pero el uniforme ya incluye pantalón y botas de caucho: caminar por la ciudad es un acto de supervivencia. Los transeúntes parecen equilibristas, tratando de no resbalar en charcos de lixiviados que bajan por las calles como antes bajaba la lluvia capitalina. Cada calle es un río pestilente y cada paso un hedor que no sólo impregna la ropa, sino que se queda pegado en la piel. Los bogotanos ya no huelen a tierra fría y húmeda, sino a podredumbre.
No es que la pandemia de Covid haya regresado, pero sí lo hicieron los tapabocas y las máscaras de oxígeno: el aire es un cóctel tóxico de gases que emergen de la basura acumulada. Respirar duele, arde en los pulmones. Los que pueden compran tapabocas profesionales, otros improvisan con trapos húmedos. Los ojos de los niños lagrimean y la crisis de salud por diarreas e infecciones es inatendible. Los noticieros recuerdan que Bogotá se parece a Nápoles en 2008, cuando los hospitales se llenaron de enfermos por infecciones respiratorias y gastrointestinales.
Y aun así, lo único que queda es caminar, porque los buses y el TransMilenio son ahora un montón de chatarra oxidada que bloquea estaciones y paraderos. Nada queda de las plazas de mercado a las que antes se iba a comer y comprar: hoy son focos de pestilencia. Las casas alrededor lucen como las de Beirut en 2015, todas con ventanas cerradas y cortinas corridas para resistir el olor y las plagas en cada esquina.
Algunos todavía recuerdan sus caminatas matutinas hacia las quebradas de los cerros. Pero solo recuerdan. Ese orgullo ambiental desapareció: hoy los ríos arrastran plásticos y huesos de animales. El río Bogotá nunca fluyó y ahora simplemente se pudre. El agua es veneno, como ocurrió en Manila en los años 90, cuando los ríos se convirtieron en basureros a cielo abierto y los barrios ribereños en focos de epidemia.
¿Quién puede vivir así en Bogotá? ¿Quién podía vivir en la Nueva York de 1968, cuando la quema improvisada de basuras nublaba la ciudad entera? Aquí ya nadie vive. Por mucho, sobrevive. En el desespero, la gente se organiza para quemar basura, pero la mezcla de neblina y humo convirtió los atardeceres en postales de foto antigua, grises y llenas de hollín.
Ahora sí recuerdan a los recicladores y sus advertencias. Los ven de vez en cuando son pocos, pero los únicos capaces de moverse en el caos. Guías y cazadores de objetos útiles, parecen Sísifo: cada cosa que rescatan se pierde entre nuevas toneladas de basura.
De ciudad ya no queda nada. Bogotá es un vertedero, una cloaca. El reflejo de una sociedad que nunca pensó en su consumo y que, al superar las 9.000 toneladas diarias de basura, dejó de ser habitable.
Los escándalos se acumularon al mismo ritmo que los desechos, y la capital terminó convertida en símbolo de un Estado fallido, regido por la corrupción, la ineficiencia y el dinero mal administrado.

