Opinión

Masculinidades frágiles: ¡Ese jabón que no lava, no plancha y mucho menos deja ser!

“Hay cosas frágiles en la vida: la vajilla de la abuela, los aguacates en promoción de la tienda de barrio, los enchufes de los celulares y la masculinidad de muchos ‘manes’”: Juan Carlos Prieto García

Nuevas Masculinidades
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Hay cosas frágiles en la vida: la vajilla de la abuela, los aguacates en promoción de la tienda de barrio, los enchufes de los celulares y la masculinidad de muchos “manes”. Esa masculinidad que no se rompe, sino que se ofende.

Que no permite sentirse, reconocerse, ni llorar, ni ponerse una camiseta rosada sin consultar primero al Consejo Nacional de Machitos-CONAMA. Esa que tiembla ante un abrazo largo, un pico en la mejilla, un cóctel con sombrilla, uñas con esmalte “brillanticas” o una mujer que sabe más que él. Porque sí, la masculinidad frágil es ese fenómeno que convierte a hombres adultos en sensores de “amenazas simbólicas” como una mujer que lidera, un gay que existe, un piropo que ya no celebran. Y ahí están, haciendo pataleta desde sus sillas de oficina, desde sus chats de amigos o desde su eterno silencio cómplice.

Pero, ¿cómo detectar a un ejemplar de masculinidad frágil en su hábitat natural? Llora menos que un cactus, pero le duele más que lo abracen en público. Se incomoda si lo tocan, si le preguntan por sus emociones, o si le dicen “te quiero” sin estar borracho. Le tiene pánico al color pastel y alergia al pronombre neutro. En las reuniones de trabajo prefiere quedarse callado antes que reconocer que una mujer tiene la razón. Eso sí: si habla, es para decir “con todo respeto…” justo antes de soltar una frase de tránsito nivel cavernícola: “las mujeres no saben manejar” o un “yo respeto a los gays pero que no se metan conmigo”.

Su menú de bebidas lo dice todo: nada que tenga sabor a fruta, ni color brillante, ni decoración que remita a la playa, el goce o la ternura. Él toma lo que parezca petróleo, gasolina o diesel que se llame como un arma de fuego, “un shot” grande, pero si es guaro mejor como el clásico colombiano por excelencia. En algunas ocasiones, y para chicanear, un wiski sin hielo (porque el verdadero hombre no necesita suavizar nada). ¿Un mojito con hierbabuena? Eso le descompone. Sin duda, detrás del “tomar como macho” hay muchas veces una necesidad de encajar, controlar o evitar cualquier cosa que suene a sensibilidad o a desviarse de la norma masculina predominante.

Y ahí no para; la masculinidad frágil vive obsesionada con dos cosas: los cuerpos de las mujeres y los cuerpos de los hombres… pero no lo dice. A las mujeres las ve como objetos decorativos, trofeos, compañeras de validación social. Se siente más hombre si tiene una “mujer bonita “al lado, pero se incomoda si ella tiene opinión, autonomía o más éxito profesional. Ni que pensar si gana más que él: eso le genera una especie de urticaria existencial.

A los hombres gays, ¡uf! los ve como amenaza. No por lo que son, sino por lo que le recuerdan: que él también tiene cuerpo, emociones, miedo y deseo. Y eso le incomoda más que un mensaje feminista. Por eso se burla; por eso se aleja. Por eso también es de los que grita “¡con los niños no!” cuando lo que en realidad le da miedo es que el niño que fue, alguna vez sienta cosas que le dijeron que no podía sentir.

Y ni hablar del cuidado personal. Si usa bloqueador, es “muy suavecito”; si se pone crema, le toca hacer 50 flexiones después para equilibrar el chacra heterosexual. Por eso en la playa lo ves, rojo como camarón, negándose a hidratarse con tal de no parecer “femenino”. Lo irónico es que al final, igual termina bronceado como el pollo radioactivo que vemos en las pollerías del centro, pero sin dignidad.

¿Será que detrás de tanta homofobia y machismo se esconde algo? ¿Un deseo reprimido? ¿Una pregunta nunca hecha? ¿Un miedo a que ser “masculino” ya no signifique lo mismo que antes? Puede ser; porque muchas veces, la homofobia y el machismo no son odio, son susto. Temor de reconocerse sensible, de salirse del molde. De mirar al espejo y no ver al “hombre de verdad” que le prometieron en los comerciales de desodorante o el discurso de su padre, abuelo e incluso de su madre.

¿Y entonces, qué tiene que ver todo esto con la vida real, la cotidianeidad, con lo público? ¡Todo! Porque estos “manes” también son compañeros de trabajo, jefes, tomadores de decisiones, políticos, vecinos y vigilantes. Y mientras más frágil sea su masculinidad, más difícil será que entiendan lo colectivo, lo diverso, lo sensible. No se trata solo de cómo aman, sino de cómo escuchan, cómo cuidan, cómo se relacionan con el poder, con las mujeres, con los animales, con la ciudad. Y sí, también con ellos mismos.

Así que sí, ríanse. Porque la masculinidad frágil es cómica: es como ver a alguien tratando de bailar salsa con los puños cerrados. Pero también es triste, porque detrás del chiste hay un hombre que nunca pudo decir “tengo miedo”, “me siento solo”, “me duele”... sin sentir que se le iba a caer el mundo encima con el típico: ¡Ay pártete galleta!

La buena noticia es que eso se puede cambiar, inclusive en edades más adultas. Que podemos dejar de traer y criar hombres de piedra y empezar a hacerlos reales: que lloren, duden, abracen y amen sin pedir perdón. Que se pongan bloqueador, se dejen cuidar, se vistan con colores e inclusive faldas, hablen sin miedo y se expresen desde el afecto.

La masculinidad no debería doler; debe ser una fiesta libre donde todos los cuerpos caben, las formas de pensar, de reaccionar desde el amor: con sombra, con sombrilla, rosada y con coctel… y, por supuesto: con piel, olor, lágrimas y abrazos.

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