Las putas existen… caminan las calles, habitan la noche, cuidan a sus hijos, leen libros, estudian, organizan ollas comunitarias, lloran a sus amigas asesinadas. Sobreviven, sostienen, resisten y, muchas veces, lo hacen solas, en silencio, con el mundo encima. Las putas también piensan. También sueñan. Y también pueden llegar al poder.
Pero el poder les ha sido negado. No porque no puedan ejercerlo, sino porque hemos construido una sociedad que tolera la hipocresía más que la autonomía. Una sociedad que castiga a quien toma decisiones sobre su cuerpo, pero aplaude a quien lo compra en silencio. Porque, en el fondo, lo que no soportamos no es el trabajo sexual: es el deseo de libertad de esas mujeres que, con todas las desigualdades en contra, siguen eligiendo.
¿Por qué una puta no podría ser lideresa comunitaria, concejala, directora de una entidad, ministra o candidata? ¿Por qué seguimos pensando que su experiencia de vida le resta, en lugar de reconocerla como una fuente legítima de conocimiento y poder?
Los imaginarios pesan más que los hechos. A las putas se les ha comercializado el cuerpo, se les ha visibilizado cuando conviene (en discursos morales, campañas electorales, medios amarillistas), pero se les ha negado la palabra, la opinión, la representación. Se las ha visto como cuerpos disponibles, pero no como ciudadanas y, mucho menos, como sujetas políticas. Y, sin embargo, ellas han liderado procesos, han acompañado a otras, han enfrentado violencias que muchas instituciones ni siquiera nombran, han sostenido barrios enteros con su trabajo.
Tal vez, desde su zona de confort, alguien no entienda la importancia de que exista un Ministerio de Igualdad y Equidad y una Dirección para Mujeres en Actividades Sexuales Pagas. Pero en un país acostumbrado a perseguirlas o ignorarlas, que el Estado al menos empiece a escucharlas ya es un gesto político valiente y urgente.
Y ojo: no se trata de promover el trabajo sexual, ni de idealizarlo. Se trata de garantizar derechos, de reconocer a estas mujeres como ciudadanas plenas, con autonomía y dignidad. Que aquellas que hoy sobreviven a la prostitución, o que alguna vez la ejercieron, puedan contar con condiciones reales para salir, si así lo desean, sin castigo ni abandono.
No se trata de convertirlas en símbolo de algo, ni de romantizar nada. Se trata de reconocer que también tienen derecho a estar donde se decide, donde se transforma, donde se construye lo común. Su derecho también es a pensar el país, a ocupar el lugar desde el cual siempre las han excluido: el del poder.
Una mujer puta puede llegar al poder. ¿Por qué no? Si ha sobrevivido al Estado, a la policía, a la exclusión, al hambre, al juicio constante... ¿quién más que ella conoce el país que hay que cambiar?
Y tal vez, como ciudadanos o ciudadanas, muchas veces las hemos estigmatizado por estar ahí, visibles, en la calle, en esa 22 con 10 de nuestra amada Bogotá.
Las hemos reducido a sus cuerpos, a sus posturas, a sus formas de vestir. Las hemos ignorado, burlado y temido. Pero pocas veces nos hemos detenido a entender que, detrás de esas mujeres voluptuosas, “mostronas”, tan juzgadas, hay seres humanos reales que merecen dignidad, respeto y apoyo estatal. Mujeres que necesitan una sociedad menos excluyente y mucho más empática.
Una que entienda que el poder también puede —y debe— ser habitado por quienes han vivido toda su vida desde el margen y conocen a profundidad la realidad de la sociedad.

