Opinión

Entre huellas y orgullo: familias LGBTI multiespecie

“Ser una familia multiespecie no es simplemente tener un animal en casa; es vivir en vínculo. Es compartir cuidados, afecto, tiempo, salud, espacios de descanso, de alegría y de una que otra frustración y rabia”: Juan Carlos Prieto García

2025
Grupo de apoyo del CMV Suministrada

Mucho se habla acerca de la imposibilidad que para la gran mayoría de la sociedad, tenemos las personas LGBTIQ+ de conformar una familia. Grandes debates en la opinión pública materializan un sinnúmero de prejuicios que solo evidencian lo distante que es el discurso moralista de la idea real de un hogar. Sea cual sea la postura, lo cierto es que para todos los seres humanos existen ciertas condiciones que, más que alejarnos, tienden puentes en la búsqueda de lenguajes que amplían el significado de familia.

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Y es que acaso, ¿todas las personas no queremos cuidar y ser cuidadas?; ¿todas las personas que decidimos formar una familia, no lo hacemos en búsqueda de estabilidad?; ¿la Constitución del 1991 no habla del derecho fundamental a conformar una familia?... Sin meternos con el derecho a la niñez de estar protegida por un hogar, nos preguntamos si todas las familias que desean tener hijos no buscan su bienestar o defender la diversidad de familias en el ámbito civil, lo cual no significa atacar las creencias religiosas, verdad

En el fondo, todas las personas queremos lo mismo: amar sin miedo, cuidar a quienes amamos y sentirnos parte de algo que nos abrace con dignidad. Las familias LGBTI, como cualquier otra, se construyen con afecto, compromiso y ternura; no necesitan permiso para existir, solo el reconocimiento que el amor también puede tener otras formas. Lo que hace familia no es la apariencia, sino la presencia. Porque cuidar también es resistir en un mundo que muchas veces nos quiere solas y solos. Reconocer estas familias no borra ninguna creencia, solo amplía el espacio para que todos quepamos con nuestras historias. Podemos pensar distinto, pero podemos estar de acuerdo en que nadie merece ser juzgado por su manera de consolidar un hogar. Al final, lo que nos une es lo más simple y profundo: el deseo de ser amados, respetados y libres para construir una vida con sentido.

Ahora bien, la realidad no es tan romántica y simple; discursos tan dogmáticos como el del papa León XIV no contribuyen a nuestras realidades familiares y profundizan los debates ideológicos y moralistas en torno a nuestra realidad. Por ejemplo, en Colombia nuestras familias siguen enfrentando prejuicios que limitan su reconocimiento y su acceso pleno a derechos fundamentales. Aún se cree que una familia solo es válida si está conformada por un hombre y una mujer con hijos, lo que invisibiliza otras formas legítimas de afecto y cuidado. Las creencias religiosas son usadas con frecuencia para deslegitimarlas, alimentando el rechazo social y familiar.

Aunque hay avances legales, muchas instituciones siguen obstaculizando el acceso a servicios como salud, adopción o vivienda. Persisten ideas erróneas sobre nuestra idoneidad para la crianza de hijos, a pesar de que lo que garantiza el bienestar infantil es el amor y la estabilidad, no la orientación sexual o identidad de género. Además, nuestras familias suelen ser excluidas en emergencias, sistemas de información o programas sociales, enfrentando discriminación cotidiana en comunidades, medios e instituciones que las presentan como inusuales o problemáticas.

Y aunque la desazón ronde nuestras cabezas y corazones, la resistencia siempre ha sido una de las formas más creativas y significativas de enfrentar la realidad; hemos liderado históricamente la ampliación del concepto de familia, defendiendo las redes de afecto que no se basan en la sangre o la ley, sino en el cuidado mutuo. En esa lógica, hemos encontrado alternativas para expresar el amor y reconfigurar la ética de lo que significa acompañarse, protegerse y construir un espacio seguro para vivir. Sin duda, cuidar de otro humano o no humano, que también ha sido históricamente invisibilizado o instrumentalizado, es una práctica de resiliencia y dignidad. Es un vínculo que se expresa desde el cuidado rompiendo jerarquías y apostando por relaciones empáticas y recíprocas; por ello, las familias multiespecie (aquella en la que personas y animales de compañía conviven como parte de un mismo núcleo familiar, unidos por el afecto, el respeto y el cuidado mutuo), no solo permiten sanar desde el afecto, sino que también representan una forma concreta de desafiar la exclusión, reconstruir la vida y sostener el amor en libertad.

En nuestro caso, Helena se ha convertido en esa hija perruna que, en las llegadas diarias de la vida laboral, enaltece el sentimiento de amor y alegría. Llegó a nuestras vidas con bombos y platillos, transformándolo todo. Desde que era pequeña fue evidente que no solo era una perrita: era parte de nuestra cotidianidad, de nuestras rutinas, de nuestras emociones. Poco a poco, con sus silencios, sus juegos, su “arrunche” diario, su lealtad incondicional, pero también sus momentos de intensidad, se fue volviendo parte esencial de nuestro hogar. Hoy con mi esposo, la reconocemos como lo que es: parte de nuestra familia, en el sentido más profundo de la palabra.

Ser una familia multiespecie no es simplemente tener un animal en casa; es vivir en vínculo. Es compartir cuidados, afecto, tiempo, salud, espacios de descanso, de alegría y de una que otra frustración y rabia. Es preocuparse cuando ella no come, hacerle espacio en el sofá aunque te deje sin aliento, tomar decisiones cotidianas que la incluyan: ¿nos vamos de viaje?, ¿con quién se queda Helena?, ¿ella estará cómoda en este lugar? Es, también, comprender que el amor no se limita a lo humano, sino que hay lazos que, aunque no hablen con palabras, se comunican con el cuerpo, la mirada, la presencia constante.

Sin embargo, no todo es tan ideal. Como familia multiespecie hemos enfrentado retos que muchas veces pasan desapercibidos en la vida pública e íntima. Nos hemos visto limitados para acceder a ciertos espacios por tener a Helena con nosotros. A veces, viajar con ella en avión es complejo a pesar de su tamaño, porque no todos reconocen que ella no es “una mascota”, sino parte de nuestra estructura familiar. Hemos tenido que explicar por qué no podemos dejarla sola tanto tiempo, o por qué invertimos en su salud, alimentación o bienestar emocional con la misma seriedad que se haría con un hijo o un familiar humano.

También es evidente la falta de reconocimiento institucional. Las familias multiespecie aún no son contempladas en emergencias, censos, encuestas oficiales, programas sociales, subsidios o políticas de salud pública. En muchas ocasiones, nuestras decisiones y vínculos son leídos como exagerados, ridiculizados, minimizados o humanizantes para “un simple animal”. Sin embargo, quienes vivimos en estos vínculos, sabemos que no se trata de reemplazar a nadie, sino de ampliar el concepto de familia.

Construir este tipo de hogar, nos ha enseñado a ser más pacientes, más atentos, más humanos. Nos ha recordado que la familia no se impone y no responde a un ideal de sociedad si no un ideal de vida, que el amor no entiende de especies, solo de cuidados, de lealtad, de presencia. Es tomar decisiones en la búsqueda del bienestar de otro, aunque no entendamos su actuar. Es resistir la mirada de quienes no comprenden que hay vínculos que no necesitan ser explicados para ser reales.

En síntesis, es contradecir a ese mundo que cuestiona nuestras formas de amar, vivir y formar familia, ese que nos prohíbe ejercer la maternidad o paternidad siendo personas LGBTI. A ese mundo hostil le decimos a grito herido que existimos, que cuidamos y que construimos hogar; que lo hacemos desde el afecto, desde la responsabilidad y desde vínculos que no se definen por la biología ni por la aprobación social, sino por el amor real y cotidiano que sostenemos.

Que hay hogares que no caben en las normas tradicionales, pero que están llenos de vida, de ternura y de cuidado profundo. Hogares donde la maternidad y la paternidad se ejercen con orgullo entre patas, orines, sofás y zapatos destrozados, maderas roídas, ladridos, maullidos, pelos en nuestras chaquetas oscuras y, sobre todo, con una presencia amorosa que lo todo lo transforma, inclusive la indiferencia.

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