Para usted, ¿qué formas tiene el miedo? Qué pregunta rara, lo sé. Para alguna persona que lea esta columna, el miedo puede parecerse a un lugar muy solo con sonidos desconocidos que advierten algún peligro. Otra persona podría afirmar, sin temor a equivocarse, que el miedo se asemeja a la idea de perder a las personas queridas. Para muchos escritores el miedo ha tomado forma en algún espanto o criatura horrorosa. Realmente no sé, para todos nosotros puede ser algo diferente. Lo que sí puedo decirles es que para las mujeres que marcharon pacíficamente al pasado 8M en Bogotá, el miedo tenía la forma de cientos de agentes del ESMAD en una noche fría y oscura.
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Era viernes 8 de marzo y miles de mujeres en Bogotá, como en el mundo, ocupaban entre arengas y pañuelos las calles que siempre han sabido ser hostiles con su presencia. Bien porque en esas calles murmuran -y hasta gritan- comentarios sobre sus cuerpos o porque los andenes no son lo suficientemente anchos ni tampoco aptos para que ellas puedan llevar un coche cuando deciden ser madres. Ese día todo era diferente.
Una de esas miles de mujeres que habitaba con total convicción las marchas del 8M en Bogotá era Anna: mi amiga y mi jefa de prensa en el Concejo. Su outfit siempre tiene su personalidad. En su ropa se leen mensajes que llaman a la acción o que reconocen las victorias que tuvieron hace años mujeres con ella; que gritaron, marcharon y pelearon por lo que les pertenece. La camiseta que usó ese día decía “NO SOMOS HISTÉRICAS, SOMOS HISTÓRICAS”. Y si les cuento que además Anna lee sobre todo libros de mujeres y que hasta tiene una marca de cerveza que conmemora la lucha feminista, pues ya ustedes se harán una idea de lo que significaba para ella estar ahí; en la calle con sus compañeras.
A las 4:32pm del viernes 8 de marzo, Anna envió el primer mensaje a nuestro grupo de WhatsApp: “Marica, esto está lleno de Policía y de ESMAD”. Le pedimos que nos siguiera contando y conforme fue pasando la tarde y llegando la noche, siguió escribiéndonos: “¡Nos gasearon!”, “Nos encerraron antes de llegar a la Plaza”, “La Plaza de Bolívar está oscura”, “No hay salidas”. Nos alcanzó a decir también que tuvo que correr y que buscó refugio en un lugar cercano. Nos contó un rato más tarde que estaba sana y salva, pero que no podía creer que toda la marcha, desde el punto de encuentro en el Ministerio de Trabajo, estuvo rodeada de agentes del ESMAD -todos hombres, además- cuando es un espacio que encuentra a mujeres de todas las edades, incluso niñas, y de todas las condiciones físicas, económicas, laborales, etcétera. El miedo tiene la forma de miles de mujeres escapando de las aturdidoras.
Contando la historia de Anna y sin quererlo así, estoy contando también la historia de muchas mujeres a las que el Estado les recordó en la marcha del pasado 8M que la calle sigue lejos de ser un lugar seguro para ellas. No existía ninguna necesidad de que la conmemoración de una lucha digna fuese rodeada y dispersada por el ESMAD mientras la Alcaldía Mayor apagaba las luces de la Plaza de Bolívar alegando un “mantenimiento” que podía haber tenido lugar en cualquier otro momento. La ciudad vio cómo se vulneraron los protocolos y cómo el miedo tomó forma, otra vez, de abuso institucional. Una de sus formas más recurrentes.
Una vez más estos hechos nos ponen a pensar en la necesidad de la presencia del ESMAD en las protestas. Si para las mujeres el espacio público es siempre hostil y peligroso, también hay que decir que para los marchantes -cuando no militan en el sector que defiende a las fuerzas policiales, claro- las movilizaciones son siempre escenarios riesgosos e inciertos. El miedo tiene la forma de los ojos tristes de la madre que despide a su hija antes de que salga a marchar por sus derechos.
Si uno de los buenos aciertos que tuvo hasta ahora el alcalde Carlos Fernando Galán es la Oficina Púrpura que inauguró en el Estadio el Campín y que busca crear una serie de protocolos para prevenir las violencias basadas en género, definitivamente uno de sus más grandes desaciertos hasta ahora se mide en cada mujer que corrió atemorizada por el centro de Bogotá el pasado 8 de marzo.
El miedo es una sensación cotidiana para las mujeres. Es también una forma de violencia que las somete a vivir los días bajo la amenaza y la angustia de que algo malo pase. El miedo, además, trae más miedo y por eso es urgente combatirlo con información rigurosa, protocolos claros, inversión estatal y políticas públicas que consigan crear lugares tranquilos para habitar la ciudad. El miedo tiene la forma que le dio Gabriel García Márquez en “Algo muy grave va a suceder en este pueblo”: el caos que resulta de la angustia colectiva.
Es difícil hablar del miedo, pero Anna y en general cada mujer que conocemos, nos confirmaría que es peor sentirlo y padecerlo todos los días en la calle. Por eso las discusiones sobre un mejor espacio público; uno más seguro, amigable, alegre y menos machista, son discusiones de ciudad. Desmantelar la cultura del miedo comienza por no reprimir los sueños de mujeres que se encuentran a celebrar las victorias que costaron la vida de muchas de ellas. El miedo no puede seguir teniendo la forma de cualquier mujer a cualquier hora en cualquier calle de Bogotá.