En septiembre, ignoro la razón, en Colombia se decidió celebrar el Día del Amor y la Amistad, fecha que coincide con la primera quincena del mes, desechándose por gringo el día de San Valentín. Para esta fecha en colegios, universidades y sobre todo en oficinas aparece un juego que personalmente me parece terriblemente desagradable, aburrido y que cada vez tiene más reglas absurdas: el amigo secreto.
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El primer paso de este martirio es la convocatoria, a veces unos jefes con la idea de mejorar el ambiente laboral obligan a sus trabajadores a participar, esta es al final, la forma más eficiente de lograr el odioso cometido. De ser facultativa la participación el asunto es peor, la organización de tan magno evento se desvive por hacer creer a cualquier incauto que se le cruce que va a ser divertidísimo. Uno de los más odiosos incentivos es indicar que el jefe va a jugar con lo que se crea prácticamente la obligación de apuntarse.
Posteriormente vienen las reglas. En mi época de colegio no había ninguna y funcionaba más o menos bien; estudiantes con mesadas escasas regalábamos y recibíamos básicamente un chocolate; nadie iba a hacer algo más elaborado salvo que le tocara regalarle a su dorado tormento.
Con el tiempo esto cambió, empiezan los limites pues no parece “justo” que si yo regalo algo de, digamos, ochenta mil pesos, reciba una jumbo jet. Entonces se indica, el regalo debe ser mínimo de cincuenta mil pesos. Luego se fijaron límites superiores pues no faltaba el trabajador lambón que le tocaba al jefe y que le hacía regalos absurdamente costosos.
En la oficina de mi señora apareció una regla adicional y es que todos hacen una lista de lo que quisieran recibir, lo que se convierte en otra arandela odiosa; si me tocara jugar a mi estoy seguro de que utilizaría esa lista para NO REGALAR. Adicionalmente me costaría mucho trabajo indicar mis antojos. En estos momentos de crisis de los moteles sugeriría incluir en la lista bonos de tardes maravillosas en algunos de estos establecimientos venidos a menos.
Me dice mi esposa que ahora aparte del regalo final hay que “endulzar” al amigo secreto. Es decir que hay que tirarle pistas para que identifique quien es quien le va a hacer una sorpresa mayor. Estas pistas son chocolates, frunas y supongo que alfandoques. Ya a mis 57 puedo decir tranquilamente, esto en mi época no pasaba.
Ahora, según me cuentan algunos amigos, también hay lugares en que para evitar el descubrimiento asignan personajes o nombres ocultos, en un proceso de total despersonalización del asunto. Resulta que ya no se trata de que Andrés le salió Juanita, sino que al Apio le toca regalarle a la Cebolla. Un absurdo mayúsculo.
Luego viene el cruce de papelitos donde aparece el amigo secreto; a mi me parece justo que se puedan negociar con otros compañeros el destinatario del regalo; por ejemplo, yo no le quiero regalar nada al tipo que me mortifica todo el tiempo o a mi odiosa jefa, me gustaría más hacerlo a la niña de los tintos que siempre me lleva fruta de onces o al celador que es hincha de Millonarios. Pero parece que esto no es posible; sin pensar en la desdicha del que debe regalarle al jefe.
El peor momento es el momento de descubrir el autor del regalo y sobre todo la apertura de la sorpresa que se hace, como no, en un almuerzo de integración. Toca hacer cara de contento, de sorprendido y sobre todo de agradecido; salvo en la versión donde cada uno de los jugadores indica que le gustaría recibir, las sorpresas son casi siempre desagradables. Que me acuerde el último regalo que recibí en este inmundo juego fue un libro pirata de Paulo Coelho porque el “doctor lee mucho” y que a mi amiga secreta le había cambiado la vida. En realidad me fue bien, a otros les tocó porcelanas de dudoso gusto, camisetas con letreros extraños y otras linduras.
Así, el magno evento de integración de equipo resulta en un nefasto inicio de las fiestas decembrinas, por que como bien lo dice el afamado refrán de una emisora muy popular, en Colombia, desde septiembre se siente diciembre.