Pocas cosas castiga con más severidad este sistema económico que ser improductivos. De la necesidad de justificar acciones con el hecho de que nos hacen más productivos no se escapa ni siquiera el consumo de alucinógenos, estas sustancias que, dependiendo de con quien hablemos, alteran nuestra percepción de la realidad, la muestran tal como es, muestran otras realidades, nos enseñan, dan claridad o nos intoxican.
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En la década de 1960, cuando el uso de alucinógenos –principalmente, ácido lisérgico (lsd)– había abandonado los laboratorios para ser parte de la cultura popular estadounidense, alguno de los promotores planteó que en unos años la gente no preguntaría qué libro estás leyendo, sino qué ácido consumiste.
Había cierta fe en que el uso masificado podría expandir la conciencia de los individuos y que, con ello, se presentaran cambios sociales sustanciales. Quizás estaba relacionada con el “sentimiento oceánico” –la sensación de eternidad, el ser uno con el mundo exterior como un todo y, según Freud, el anhelo inconsciente de regresar al útero materno– que pueden producir estas sustancias.
Entonces llegó la guerra contra las drogas y quedaron truncadas las investigaciones con alucinógenos. Desde hace unos años, sin embargo, la experimentación con psicodélicos vive una nueva etapa. Universidades como Johns Hopkins, Yale, California y Berkeley, por citar apenas algunas, investigan el uso de psilocibina (sustancia que se encuentra en algunos hongos), DMT (presente en la ayahuasca) o ketamina en tratamientos para la ansiedad, la depresión o alzhéimer, entre otros.
Como parte de este nuevo auge está el uso no regulado de microdosis de lsd u hongos con el objetivo de aumentar la creatividad, la concentración y la claridad sin que se presenten alucinaciones. En otras palabras, un uso ligado a ser más productivos. Así, las sustancias pasaron de sentirse como una amenaza a ser una herramienta para perpetuar este sistema, tan brillantemente estructurado que asimila cualquier cosa si existe un potencial mercado para ello.
Para mí, sin embargo, el uso de microdosis con fines productivos a veces me parece como querer domesticar un dragón para que cuide nuestro jardín. Seguro lo hará mejor que cualquier perro o ganso, ¿pero tiene sentido usarlo para esto en lugar de subirse sobre él y ver a dónde nos lleva? A que esta no era la masificación que Timothy Leary y la contracultura de la década de 1960 esperaban.
P.D.: para saber más de este tema, vale la pena ver la serie de Netflix How to Change Your Mind o el documental Fantastic Fungi.