“Estudien, vagos mamertos”... “Duélale a quien le duela”... Cada vez hay más frases como estas y aún mucho más agresivas en boca de nuestros políticos. Es la dinámica en la que para sentir que se respalda una idea, una política o a un partido (si es que existen) se recurre cada vez más a ataques personales o tranquilamente al insulto. Se califica positivamente a los políticos o en general a las personas porque “van de frente”, porque “no tienen pelos en la lengua” o simplemente porque de manera agresiva atacan a sus detractores.
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Cuando en medio del fragor de los insultos alguna de las partes no tiene respuesta lógica ante un ataque, con emoción se dice que “lo peinó”. Ese es el mayor logro, callar avasallar al otro considerado adversario. No es convencer, no es dialogar, mucho menos construir, para nada, la idea es dejar callado a quien me contradice, poco importa si es con argumentos, con insultos o simplemente con respuestas absurdas. Un debate político por estos días se resume en el número de peinadas de cada participante; es como un partido de fútbol pero aburridísimo.
Todos nuestros mediocres politicuchos pretenden emular a Churchill, se inventan frases que nunca dijo el genio del tabaco y el whisky, y las recitan como para indicar que ellos son como el inglés. En estos tiempos Churchill sería calificado de tibio. En el peor momento de Inglaterra, en guerra con los alemanes amenazando invasión decide formar gabinete con sus principales opositores. Nunca negó el saludo a sus más férreos antagonistas, ni recurrió al insulto; era más amigo de la burla y la ironía, totalmente impensada por nuestros superficiales lideres, incapaces de sonreír.
Acá impera la trampa, el insulto y la descalificación por temas como el color de piel o los títulos obtenidos; adicional a esto, los que están en el poder se regodean con artículos, incisos y reglamentos oscuros para hacer sentir infeliz a quien no los sigue. Todo vale, la idea no es ganar con argumentos sino apabullar al que está al frente, sin contemplación. Finalmente, no vale ni por equivocación admitir un error. La frase “me equivoqué” es la peor de todas, es darle argumentos al “enemigo”.
Si tienen la suerte (para ellos) de llegar al poder, la contienda continúa con mayor ferocidad, “ganamos y el pueblo que es sabio decidió y por lo tanto solo lo que yo opino se debe hacer”, a pesar de haber sacado poco menos del 53% de los votos.
Frente a esto, en lo único que son coincidentes las dos principales corrientes de esta atribulada Colombia es que ellos no son tibios y que lo peor que hay es un tibio. Pues no, desde acá quiero hacer un elogio a la tibieza. No puede ser que un adjetivo que siempre fue positivo, halagador o al menos neutro, se haya convertido en un insulto. Tibio le dicen a uno si está más cómodo hablando que gritando o si no está de acuerdo con las políticas de los dos mesiánicos líderes que pretenden imponer sus ideas a como dé lugar, o simplemente si guarda silencio.
En esa espiral aburridora, violenta y vacía prefiero el tibio, el que deja pensar y admite que puede estar equivocado. La confrontación directa de ideas con el único propósito de ganar y hacer perder al otro no construye, solo permite edificar sobre las ideas del que más grita o el que tiene el poder en el momento de la discusión. La política o al menos la que le enseñan a uno en la universidad, debe construir. Para esto se requiere una mente tibia en el decir de los de ahora, o, mejor, una mente abierta que admita que en algún momento se puede estar equivocado y, más difícil en estos tiempos, que el otro puede tener razón.
Desde ahora me declaro tibio y votaré por estos, por los que acepten al otro en sus diferencias y que entiendan que no estar de acuerdo con ellos no es estar en contra ni mucho menos ser su enemigo. Por todo esto elevo un grito que sé que mucha gente quisiera hacer. ¡QUÉ VIVAN LOS TIBIOS!