Hace años, cuando escuchaba “Señora de las cuatro décadas”, peleaba con la radio. Le gritaba. No podía sospechar, entonces, que había verdad en su letra, tan excesivamente coloquial. Me indignaba más aún el video: un Arjona convertido en galán treintañero se quedaba con la cuarentona, eso sí, después de haberle cuidado su cirugía plástica. En la escena final, ella despertaba en un yate y él la estaba esperando, sentado en la proa, con un espejo en la mano. Sin embargo, no podemos ver su rostro en el reflejo.
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Entonces, no entendía por qué ella había tenido que rejuvenecerse para estar con él. Hasta que me convertí en una señora de cuatro décadas y, como la periodista del video, me sorprendí a mí misma tratando de revivir mis años juveniles al juntarme con personas más jóvenes.
Una tarde me desperté (sí, leíste bien, a veces me despertaba por la tarde) y descubrí que en la sala de mi apartamento había tres muchachitos langarutos jugando videojuegos; el que llevaba chancletas, era mi amante. ¿Cuándo los había dejado entrar? Seguramente en algún momento entre mi cumpleaños número 40, la separación y la pandemia.
Nada te prepara para cumplir cuarenta, y no hay forma de saber qué estupideces terminarás haciendo si sumas cuatro décadas a un divorcio y una cuarentena.
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Cuando me acercaba a los treinta años, quería irme lejos de la casa de mi madre. Enamorarme. Llenarme de hijos, quizá. Hice algunas de esas cosas. No tenía previsto regresar triste, agotada y sin poder derramar una lágrima tras perder el hogar que había construido por más de una década. No estaba segura si valía o no la pena seguir viviendo, sin embargo, el mundo no se había detenido: los buses siguieron iniciando sus recorridos a las cuatro de la mañana, los bombillos de los postes continuaron apagándose al amanecer y mi cuerpo empezó a cambiar sin que yo tuviera ningún control sobre él.
De alguna manera que yo no comprendía, mi regreso a la soltería había resaltado los gorditos, las arrugas alrededor de la sonrisa, la flacidez de mis muslos. No lo sabía entonces, pero había empezado a hacerme mayor. No me malinterpretes; sé que, comparada con alguien de ochenta, soy una culicagada, pero algo estaba cambiando dentro de mí. Y todo cambio implica una metamorfosis. Dejé de reconocer aquello que veía en el espejo y en ese proceso, me había vuelto crisálida. Hui por segunda vez de la casa materna y me encerré en un capullo en donde comenzó a gestarse una segunda adolescencia.
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Entonces fue cuando dejé entrar a mi apartamento a aquel muchachito de las chancletas y a sus amigos de dedos chatos, moldeados por los controles de las consolas de videojuegos. Y, no lo niego, fue divertido durante los primeros dos años, hasta que un día, me cansé. Pero no me cansé de él, no suelo cansarme de las personas por más trato brutal que reciba de su parte. Simplemente me cansé.
Por primera vez sentí el cansancio de los años. Las cuatro décadas de funcionamiento continuo de esta máquina llamada Angie, empezaron a pesarme. Mi segunda pubertad estaba por transformarse en madurez. Entendí que no iba a luchar contra el envejecimiento, que ya no iba a inyectarme Bótox, ni a rellenarme las marcas de la edad con ácido hialurónico, ni a cubrirme las canas de las sienes. No por ahora.
Con los meses noté que poco a poco mi cuerpo de cuatro décadas había empezado a reemplazar la energía que emanaba de mí por un fluido energético más estable, que ahora brota de manera continua, sin los estertores de la adolescencia. Pude ponerme mis nuevos anteojos y observar mi rostro en el espejo, nítido, con todos los surcos, las manchas y las venitas rojas que antes no había querido ver. Y empecé a vivir de nuevo.