Se dice que la mente no puede aprehender nuevas ideas a menos que la vaciemos, tal como haríamos con una taza llena en la que queremos un contenido distinto al que ya tenemos. El zen, la corriente filosófica japonesa que hunde sus raíces en el budismo, busca precisamente esto. Según plantea Teitaro Suzuki en su libro La gran liberación, para que consigamos “un punto de vista totalmente nuevo, que nos permita profundizar en el misterio de la vida y en los secretos de la naturaleza. Esto es necesario, porque el Zen ha llegado a la convicción definitiva de que nuestra manera habitual de pensar es incapaz de satisfacer realmente nuestras necesidades espirituales más profundas”.
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Aunque decir que “busca” también suena impreciso, como suele sonar cualquier cosa que busque definir el zen. Si algo lo caracteriza es, precisamente, que evita cualquier definición o intelectualización de la experiencia, pues cree que estas solo añaden confusión o un velo a algo que no requiere nada más, salvo nuestra atención plena.
Uno de los recursos para tumbar nuestra necesidad de pensar demasiado son los koanes –historias con un acertijo cuya solución no parece tener lógica– en los que un discípulo le pregunta a un maestro en qué consiste el zen y este le responde de una manera que lo desconcierta y puede ser el paso a “la comprensión”. Famosa es la historia con infinidad de variantes de un maestro y su sirviente en la que, cada vez que al primero le preguntaban en qué consistía el zen, señalaba a la luna. Cuando le preguntaban al sirviente en qué consistía la doctrina del maestro, imitaba el gesto creyendo que el maestro se refería al dedo. El maestro, al darse cuenta de lo que hacía el sirviente, le cortó el dedo y le preguntó en qué consistía el zen. El siervo, acostumbrado a repetir el gesto, levantó la mano para mostrar el dedo y, al no encontrarlo, “entendió todo”.
En general, las religiones o sistemas espirituales plantean diferentes caminos con rituales y estatutos para elevar al ser humano, para mostrarle una manera de acercarse a una entidad y, con ello, de sentir algo extraordinario. El zen, en cambio, no busca acercarse a un dios; de hecho, esta idea no tiene cabida. Dios es el resultado de una indagación sobre el por qué de las cosas, un concepto más que, según el zen, a lo sumo entorpecerá o nublará nuestras experiencias.
Pero si en el zen no hay cabida para dios, ¿qué tiene para ofrecer al ser humano? El Satori, un “momento de no-mente y de presencia total”. Aunque su apuesta no busca enaltecer al ser humano, es igual de arriesgada; según explica Byung-Chul Han en su libro Filosofía del budismo zen, “La iluminación (Satori) no designa ningún arrobamiento, ningún estado ‘extático’ extraordinario en el que el hombre, de hecho, se agradara. Es más bien ‘el despertar a lo ordinario’. No se despierta en un extraordinario ‘allí’, sino en un ‘antiquísimo aquí’, en una profunda inmanencia”.