Mi mamá me acercó a la arcilla cuando yo tenía ocho o nueve años; los lunes y los viernes nos llevaba, a mi hermana y a mí, al taller de Coco, que quedaba en una casa esquinera de la colina de San Antonio. Las actividades empezaban a las dos de la tarde, cuando el sol es inmenso, y terminaban a las seis, cuando ya el viento se ha paseado varias veces por la colina. En esas cuatro horas practicábamos pintura, arcilla y flauta dulce con Coco, una mujer de piel blanca y pelo largo y oscuro, y teatro, con un amigo de Coco llamado Raúl. Dejamos de ir, porque Coco se fue del país.
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Mi mamá también nos inscribió en el conservatorio de Cali en dos vacaciones de julio y agosto, entre un año escolar y otro. Recuerdo el placer de ir a la alberca del fondo del salón del taller para sacar arcilla. Se hacía uno en el borde y alargaba el cuerpo para pellizcar un trozo de esa especie de masa gris durmiendo en cuya piel se formaban charcos de agua.
Hace dos años supe del Santo y empecé a llamarlo cada seis meses a preguntar a cuánto estaba la clase, pero solo hasta hace tres me animé a ir una vez a la semana a su taller en una casa de Teusaquillo en cuya fachada hay varias piezas de cerámica desplegadas.
Decidí empezar como si no hubiera trabajado nunca el material. Reconocí con placer su humedad, su textura, su olor. El Santo me explicó cómo amasar un cubo de arcilla cincuenta veces para sacarle el aire –¿sacarle los gases?– y evitar así que estallara al ser quemado.
Luego me mostró cómo hacer rollitos. Según el Santo, cada persona hace los suyos con una longitud y grosor distintivos. En principio, mis rollos se secaban y agrietaban. “Los amasas demasiado”, me dijo, “por eso quedas con las manos blancas”.
Las primeras dos clases las pasé haciendo un cenicero de rollos que se agrietaban. A la tercera, aburrido y un poco molesto por la actividad repetitiva, decidí moldear dos figuras… y sentí como si la masa y yo nos hubiéramos reconocido. Aún así, solo hasta la sexta clase empecé a amasar con placer los cubos de arcilla primigenios.
Trabajar con arcilla me ha hecho recordar cómo jugaba de niño: sin más propósito que disfrutar el juego por el juego, en este caso con un material que dicta un ritmo –unas esperas– al que no podemos imponerle el nuestro.
He aprendido a despertarla como quizás sería amable hacerlo con cualquier ser que está inmerso en un inmenso sueño y al que no queremos perturbar demasiado: con firmeza, no con fuerza. Y después de diez clases, las manos ya me quedan menos blancas.