Hace unos años leí que Fernando Vallejo era el autor colombiano que la gente más consultaba en la Luis Ángel Arango. No recuerdo mucho más: en cuánto tiempo habían medido eso, si se referían a autores de narrativa, de novelas en específico, etc. Recuerdo que no me resultó sorprendente, pues, además de la prosa vigorosa y el ritmo vertiginoso de sus novelas, Vallejo da la sensación de que habla con la franqueza con la que la mayoría de nosotros no lo hace, quizás por haber estado sumidos en un conflicto que lleva décadas.
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Vallejo no solo es franco; habla con el tono que desea, fuerte, brusco, ácido. Da la sensación de ser corajudo y de no amedrentarse ante ningún poder, lo cual resulta más llamativo en un país como el nuestro, donde se promueven las relaciones verticales, se amenaza o agrede ante las diferencias de toda índole, no se tiende a ser claros y sí a promover los silencios y el miedo al conflicto.
En un contexto como el nuestro, mencionar siquiera que existe un desacuerdo o un conflicto determinado es a veces un acto de coraje en sí mismo y, por ello mismo, es admirado y temido. Creo, sin embargo, que si uno es una persona como Vallejo, decir las cosas como se piensan no requiere mayor esfuerzo. A veces, incluso, se convierte en una especie de placer. Uno no huye del conflicto, lo busca, pues un campo para demostrar, una vez más, de qué está hecho uno.
El problema, por decirlo de alguna manera, es que los actos de coraje pocas veces resuelven conflicto. Con frecuencia, esconden un deseo de control bajo reivindicaciones justicieras: el deseo de “no dejarse”, que encierra “no dejarse joder”, evitar que el otro o los otros tomen algún tipo de ventaja.
Pero, si el deseo interno es resolver un conflicto en lugar de centrarse en la indignación que nos produce, y si uno ya tiene el coraje para hablar de ello, el trabajo no recae en qué decir, sino en cómo hacerlo. Para evitar aumentarlo, el cómo se vuelve tan o más importante que el qué. En un plano ¿espiritual?, ¿social?, enfocarse en cómo decir las cosas implica pensar incluso cómo puede uno ayudar al otro, no en tener la razón. A nivel organizacional, implica pensar en mejorar procesos, no en buscar culpables.
Si uno cree que es corajudo, buscar escoger las palabras no para vencer, sino para no agredir al otro, es un ejercicio que requiere esfuerzo. Es, si se quiere, aburrido e incómodo: dejamos de estar en el centro del drama, el desacuerdo deja de ser un potencial campo para demostrar(nos) nuestra valía y lo más factible es que no sintamos el chorro de adrenalina que produce el coraje.
Ahora, esto no es una pormenorización de personajes como Vallejo, tan necesarios en sociedades tan silenciadas como la nuestra. Su función, como escritor, tampoco es mediar en nada. Quizás en su vida íntima secretamente sabe que la franqueza y el coraje para ejercerla son apenas la mitad del camino para llevar una vida más amable, consigo y con los otros. He oído que en persona es un tipo muy dulce.