La culpa, un artilugio útil

La culpa ha sido acusada, injustamente, de inútil. Sin embargo, sentirla puede darnos, si no paz, cierta comodidad. En este texto, Manuel Gómez Vega nos habla de algunas ventajas de sentirla.

Algunos recordamos cuando de niños transgredíamos alguna regla, nos descubrían y la figura de autoridad de turno decía “Debiste haber…”, “Te dije que hicieras…” o algo equivalente. El llamado de atención no tenía mucho sentido, pues el “debiste haber”, perteneciente a un pasado que no había existido, no cambiaba la situación presente; al contrario, le daba una gravedad mayor.

Sin embargo, el objetivo, consciente o no, era sembrar una semilla mucho más poderosa que el arrepentimiento o el análisis para situaciones futuras: la culpa, una de las trampas más efectivas para que no prestemos atención a lo que tenemos al frente. La efectividad de la culpa radica en que su causa se relaciona con algo que, por lo general, es de un tiempo o espacio distintos a donde nos encontramos… por lo cual no podemos hacer nada.

La culpa puede resultarnos más atractiva de lo que aceptamos por tres aspectos. El primero es que nos ayuda a conservar, si no la paz, cierta comodidad. La culpa, como decía antes, puede presentarse porque no podemos actuar, pero, también, puede ser un aliciente para no tener que actuar. En otras palabras, nos ayuda a no asumir que somos responsables de determinadas situaciones.

Cojamos un ejemplo sencillo: lastimamos a alguien con palabras. En principio, lo más rápido para pasar la página, lo más sencillo, si es tanto el arrepentimiento que creemos sentir por ello, es ofrecer disculpas. Sin embargo, es fácil que ahí se atraviese la vergüenza o el pudor o el orgullo y no nos sintamos capaces de hacerlo. Entonces, al saber que hemos lastimado pero no somos capaces de hacer algo, entra la culpa. Y, aunque aquella no le sirva ni a la persona ofendida ni a uno y no cambie en nada la situación, puede convencernos de que es suficiente y nos evita la incomodidad de actuar.

El segundo aspecto es que la culpa media entre lo que somos y lo que creemos que deberíamos o querríamos ser. Retomemos el ejemplo de que lastimamos a alguien con palabras. Se supone que deberíamos sentir culpa, ¿no? ¿No es lo mínimo? En realidad, no. A veces creemos que no sentir cierta culpa nos hace peores personas o que, por no sentir culpa, deberíamos sentirnos peor. Ahora, asumir que uno no es quien quisiera o debería ser tiene un precio, que puede ser desde largas cavilaciones internas hasta darse cuenta de que no somos aquellos que creemos. Esa aceptación trae nuevos problemas y, posiblemente, nuevas cavilaciones, pero ya no es algo tan etéreo como la culpa.

El tercer motivo, para mí el más dulce de todos, es que la culpa nos da una sensación de que somos más importantes de lo que en realidad somos; en otras palabras, es fácil sentir culpa porque alimenta la idea de que para los demás somos más importantes de lo que en realidad somos. Si retomamos el ejemplo, es el equivalente a creer que uno ha herido a alguien con palabras, deja pasar el tiempo atormentado, se anima un buen día a disculparse y la otra persona manifiesta que no recuerda ni siquiera la situación en la que supuestamente fue ofendida. La mente, siempre unos pasos más adelante que uno, con facilidad se preguntará cómo es posible que hayamos perdido el tiempo atormentados y, ¡peor aún!, cómo es posible que la otra persona no.

Ahora, para evitar la culpa se pueden tomar dos caminos: actuar o asumir. Ninguna opción es fácil, pero parten de la idea de que ni lo que creemos que somos ni lo que hacemos es tan importante. A veces, entre asumir nuestra poca importancia o engrandecer nuestro drama, preferimos lo segundo. Nos da, al menos, cierta sensación de seguridad.

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