Dijo Claudia López que Rosales era una jaula de oro espantosa y que, si toda Bogotá fuera así, sería la peor ciudad del mundo. Con Rosales o sin él, ya Bogotá debe estar ya entre las ciudades más sucias, inseguras, descuidadas y hostiles del planeta, y Rosales sea quizá el remanso donde los que pueden costearlo van a refugiarse. Pero esto no es un elogio del famoso barrio, como tampoco es un ataque a la alcaldesa, ni mucho menos a la ciudad.
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Yo vivo en Rosales. En realidad no, vivo en el barrio de al lado, pero cuando me quiero sentir importante y con dinero, digo que sí, que vivo allí. Es chistoso como Rosales es el barrio de los estirados y Chapinero es el de los “bacanes”, tan bacanes que le llaman a su barrio así, “El barrio”, como si fuera una comuna hippie casi. Puras ganas de posar de populares y descomplicados. No creo que todos los que vivan en Chapinero quieran vivir en Rosales, pero sí creo que hay muchos que están convencidos de que subir de estatus no los cambiaría en lo absoluto, que son inmunes a los efectos del dinero, la opulencia y el lujo, y que seguirían siendo esas buenas personas que creen que ser hoy, conscientes del prójimo y del planeta, de los niños, las mascotas y la corrupción estatal.
Rosales no es solo el barrio donde viven los ricos de esta ciudad, es como el ideal de bienestar y éxito, un cliché, como pasar vacaciones en París. Hay sitios de Bogotá con viviendas más caras y lujosas, pero no tienen ese dudoso prestigio. Y no todos los habitantes del sector son millonarios a los que les sobra la plata, también hay gente clase media que no gana mal pero que vive con lo justo para un barrio de esos. Y otros son familias caídas en desgracia con un pasado ilustre y un presente ruinoso que se aferran a un apartamento costoso como último legado, pero que su realidad les pide a gritos que se vayan a un lugar más modesto.
Y sí, Los de Rosales suelen ser unos caras de verga, lo que nos convierte a los vecinos en medio caras de verga, apenas a un par de estratos de volvernos esos seres cerrados e insensibles que miran a los demás por encima del hombro así traten de disimularlo. Pero no es que sean fríos ni mala clase, es que tienen miedo, es lo que pasa cuando cuentas con fortuna en un país donde la gente no tiene mucho. Normal entonces que les aterre la idea de perder sus privilegios y caer en ese saco donde se mueven millones de personas. El saco es la sabana de Bogotá, esa maraña que se ve bonita a lo lejos, desde las montañas estrato 6, pero que cuando estás envuelta en ella no sabes ni para dónde coger.
Y no es gratis que el barrio esté ahí, en esa especie de pedestal natural. Es la manera que tienen los ricos de alejarse de todo y dejar claro que son diferentes, mejores incluso. Y que no tenga transporte público es intencional, como Miami, para que se les llene de gente el vecindario. Yo estoy a tres cuadras del SITP más cercano y me gusta que por mi calle no pasen buses. Si pasaran, probablemente me mudaría. No por flemático, sino porque el ruido de la calle no me deja dormir.
De vuelta al comienzo de la columna, Rosales es en efecto un remanso, pero es que eso es justo lo que necesitamos quienes estamos en Bogotá, vivamos en el barrio que vivamos: un sitio agradable donde podamos escapar de este caos durante unas horas. Pasas todo el día por fuera y vuelves a la casa arrastrándote, con la calle en tu cuerpo, cubierto por una capa de polvo gris que no se ve, pero está ahí; entonces, entre mejor sea tu casa, más robusta, amplia y protectora, mejor vas a sentirte.
Tengo un amigo que vive en Rosales, no como yo que me las doy, él sí está en toda la pepa. Su calle, lujosa, pero rota, amaneció perfecta un día ¿La razón? Samuel Moreno Rojas era su vecino, acababa de ser elegido alcalde de Bogotá y una de sus primeras obras de gobierno fue mandar a pavimentar su calle, intransitable durante muchos años. Cuento esto con la intención malsana de que odien más el barrio. Allí no solo vive gente de plata, sino con el tipo de poder que permite disponer de lo público como si le perteneciera.
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Pero no digo nada nuevo ni trasgresor con esto. Acá los extremos son tan marcados que los ricos odian a los pobres por ser pobres y viceversa, nuestros sentimientos hacia el otro no van de acuerdo a quién es la persona, sino a dónde nació y cuánto tienen el banco. Así, es frecuente odiar a alguien por tener privilegios como vivir en Rosales y estudiar en lo Andes, por ejemplo, o en la Javeriana, y salir en un video diciendo cuánto cuesta la ropa que lleva puesta. Yo no los odio, solo me alegro por ellos por haber nacido afortunados, y me causan un poquito de envidia, pero no mucha, nada nocivo para nadie. Eso sí, los odio con toda mi bilis por decir Outfit en vez de pinta. Claudia López dijo también que a Rosales le faltaban calles, pero a los que les falta calle es a sus habitantes, malparidos bobos con plata que no saben lo que es coger un TransMilenio porque les queda muy abajo.