Una mota de mugre flotando en el espacio

Nuestra vida diaria puede ser vertiginosa. A veces, mirar el cielo puede ayudarnos a olvidar este ritmo y conectarnos con un vértigo mayor, como plantea Manuel Gómez Vega en el siguiente texto.

Esta imagen proporcionada por la NASA el lunes 11 de julio de 2022 muestra el grupo de galaxias SMACS 0723 captado por el Telescopio Espacial James Webb. Foto: NASA. (Space Telescope Science Institute Office of Public Outreach)

Me gusta ver documentales y fotos del espacio y videos donde comparan el tamaño de la Tierra con el de otros planetas y el sol; me gusta mirar el cielo azul e imaginar que hay un afuera, y más aún en las noches y notar la incontable cantidad de puntos brillantes, incólumes a todo lo que pasa acá, en esta insignificante mota de mugre flotando en el espacio.

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La verdad es que hasta hace muy poco, en una noche estrellada, sentí de manera clara que lo que vislumbramos más allá de la bóveda celeste no está “arriba”, sino “alrededor nuestro”. Desde esa vez he sentido en más una ocasión una especie de vértigo cuando veo la noche estrellada como una gran vitrina al infinito y pienso que el planeta que nos sostiene en realidad no está apoyado en nada.

Cualquiera de estos atisbos puede darnos una idea de que así desaparezca todo este planeta y, con él, nosotros y todos nuestros seres queridos y los animales y plantas que lo habitan, no pasará mayor cosa. Somos una suerte de microbios cósmicos con ínfulas de patronos en un espacio inmenso. ¿Cuántas veces no habrá pasado antes? ¿Cuántas veces no volverá a pasar? ¿Cuántas de esas luces que vemos en el cielo estrellado no son inmensos cementerios de civilizaciones milenarias que alguna vez se miraron con el mismo aire satisfecho con el que nos vemos?

Al notar nuestra insignificancia es posible sentir vértigo. Y, a veces, entre ese vértigo ante la inmensidad y nosotros median las ficciones, las historias que acordamos o heredamos y aceptamos y que nos ayudan a darle sentido a nuestro mundo.

Es fácil asumir las ficciones como invenciones innecesarias, primitivas. La verdad es que, en buena medida, mal que bien nos sostienen y, según algunas teorías evolutivas, han jugado un papel crucial en que hayamos llegado hasta donde estamos. Según Harari, el autor de De animales a dioses, “la característica única de nuestro lenguaje no es la capacidad de transmitir información sobre los hombres y los leones. Más bien es la capacidad de transmitir la información acerca de las cosas que no existen en absoluto. Hasta donde sabemos, solo los sapiens pueden hablar acerca de los tipos enteros de entidades que nunca han visto, ni tocado ni olido [...] Es relativamente fácil ponerse de acuerdo en que solo Homo sapiens puede hablar sobre cosas que no existen realmente, y creerse seis cosas imposibles antes del desayuno. En cambio, nunca convenceremos a un mono para que nos dé un plátano con la promesa de que después de morir tendrá un número ilimitado de bananas a su disposición en el cielo de los monos”.

Como decía antes, es fácil asumir que las ficciones son innecesarias, pero, según Harari en su De animales a dioses, “la ficción nos ha permitido no solo imaginar cosas, sino hacerlo colectivamente”. Juegan, pues, un papel de cohesión que no se limita al ámbito espiritual o religioso –¿ya se leyeron el libro? Lo recomiendo.

A mí me gusta conocer las ficciones que nos hemos contado, a pesar de la seriedad con la que algunos asumen algunas como ciertas. Me gustan como narraciones. No creo que tenga manera de saber si son “verdaderas” o no, como no creo que la tenga nadie que, como yo, esté atraído por la misma mota de mugre que flota en el espacio y, a veces, por la inmensidad que la rodea.

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