Mi EPS es Sanitas, pero esta historia se puede adaptar a cualquiera de las otras empresas prestadoras de salud de nuestro maltrecho país. No es un problema de nombres, es un problema del sistema, de la idiosincrasia, de la manía de no querer progresar y que todo sea lento, porque así es que es y un cambio implicaría refundar esta patria. La mezquina mediocridad como costumbre colombiana, adobada conque si a eso se le mete plata y ganas, pues pierde el principal de nuestros males: la corrupción.
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Llegué a la sede de atención al público de Sanitas ubicada en el centro comercial Punto Clave, de Medellín. Eran las 11 de la mañana y había una fila de unas 10 a 15 personas. Las puertas estaban cerradas. Me acerqué y pregunté cómo podía entrar, que si había servicio. La mayoría de los que estaban en la fila eran personas de la tercera edad, madres cabeza de familia con bebés en los brazos, señores que cojeaban, otros que sostenían en las manos carpetas llenas de colombianidad, es decir, de papeles, papeles y más papeles. Una de estas personas me dijo que había que esperar a que saliera el celador que entrega los fichos. En este país, en una entidad pública, en una clínica o en un banco que se “respete”, el verdadero poder lo tienen los celadores. Ellos ahí son los dueños de la puerta, son los que dan la información, son los que asignan los turnos, entregan los fichos, son el santo grial de esas entidades. Si usted no supera el filtro del celador, pierde, es así de sencillo en Colombia. Ya las actividades de seguridad, de estar atento a los ladrones, de eso poco; primero el celador es el todero y, pues claro, dichosas estas entidades que se ahorran uno o dos cargos al tener al ‘celacho’ que les cumple con todo eso por un solo salario.
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Este personaje, vestido de corbata raída y traje de dos tallas menos, salió con el ceño fruncido y un tono de mandamás. Claro, sabe que es chacho de la película. Él entrega los fichos. Dícese de ficho: un papel blanco raído con un número impreso, número que no sirve, sirve es otro escrito a mano que indica la hora en la que usted va a poder entrar a la oficina de Sanitas. Me correspondió el de las dos de la tarde. Tres horas después…
Nada que hacer, el tiempo es de ellos, uno es de ellos, uno es un simple peón del sistema. Regresé a las tres horas. Lo mismo, puertas cerradas y el “ministro celador” salía por una, entregaba papeles a la gente, salía por otra, respondía preguntas y daba información; el tipo es, en sí, Sanitas, sin él esa vaina no funciona.
Hay que hacer fila y ahí se gesta una solidaridad entre los usuarios que se nutre de la tragedia, la queja y la inconformidad. La satisfacción es una palabra ausente en ese escenario y pulula, con justísima razón, la conclusión de que estamos en un país inviable en donde la corrupción nos tiene así.
En el ingreso, todo administrado por el Dios celador, no falta otro tinte clásico criollo: el que se cuela.
Entré a la oficina y... ¡Oh sorpresa!: hay que hacer una cola más para que le entreguen a uno otro ficho, ese ya sin números a mano y con uno impreso que indica el turno en que usted será llamado.
Se debe hacer una sola fila de unas 25 personas para que una sola funcionaria entregue los turnos. A su lado, en otro cubículo, otra empleada tenía dos funciones en ese momento: jugar con el tapabocas y reírse de lo que veía en el celular. Por nada de este mundo y sin pena se le ocurrió habilitar su módulo de atención para atender a más gente. Vergonzoso…
La que sí estaba trabajando recibía a la gente con cara de que todo le olía mal. Hablaba en un tono golpeadito y se le notaba el desespero por tener que atender personas, especialmente a los más viejos. Yo la miraba y me preguntaba si ella tenía papás. Un abuelo le explicaba sus necesidades y ella solo miraba, no oía, cero empatía y cero amabilidad.
Me senté y empecé a ver que toda la sala estaba rodeada por cubículos. Había unos 20, de los cuales 10 estaban vacíos. En dos no atendían porque un funcionario estaba haciendo no sé qué, en otro había dos empleados hablando y el resto sí atendía al público. ¿Dónde estaban los otros? ¿Por qué diablos no hay más gente atendiendo?
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Mientras esperaba mi turno, el ambiente tenía el sonido del atraso burocrático y la ineficiencia. Ver a viejitos rogar para que les dieran solución al trámite de una autorización para un medicamento que por tercera ocasión se la han hecho mal. Ver a otro que no entiende por qué el funcionario no lo entiende y le dice varios “no, no, no se puede”. En sí, ver la tragedia de la ineptitud y pereza colombiana.
Nadie sale contento de ahí. Son oficinas amargas. Que un usuario, al que le descuentan mensualmente la tarifa para pagar el derecho a la salud, se queje, es parte del paisaje. Entre tanto, pregunté que dónde había un supervisor y me dijeron que estaba ausente, muy ocupado en una capacitación; claro, pensé: capacitándose en pulir el mal servicio y el estiércol que a diario padecemos los que vamos a sus oficinas.