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Dos goles, dos historias curiosas

Por todo lo anterior: ¡Gracias, Freddy! ¡Gracias, Pibe! ¡Gracias a toda esa generación de los noventa de la selección Colombia! Los amaré siempre.

Hay goles inolvidables que van más allá de su construcción, de la belleza con la que fueron concebidos o de su importancia en una competición. Hay goles que se vivieron en medio de contextos, junto a personas entrañables y con celebraciones únicas. Hay goles que cambian la vida, se quedan eternamente en nosotros y jamás se olvidarán. Esta es la historia de dos de ellos.

Martes 19 de junio de 1990. Estadio Giuseppe Meazza

Cursaba yo décimo grado en el colegio. Estábamos en las vacaciones de mitad de año y la presencia de Colombia en el Mundial de Italia 90 se vivía con pasión absoluta y dedicación. La victoria 2 por 0 ante los Emiratos Árabes, en el debut, se celebró en las calles; la injusta derrota ante los yugoslavos, por la mínima diferencia, se rumió con la esperanza de saber que había con qué clasificar. Se venía Alemania, el “monstruo” gigante, el gran favorito.

En ese entonces, se acababan los partidos y si Colombia había ganado, uno, con el fragor de la adolescencia, se volcaba a las calles a tirar maicena, salirse por las ventanas de los carros y volear la bandera tricolor. Era una fiesta urbana total.

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Por esas épocas vivía yo mi primer gran romance. Tenía mi primera novia seria, la de los despertares del corazón, del amor, del llanto, de las cartas, de las alegrías de enamoramiento total con el consabido despertar sexual. Ana María se llama ella, una mujer bellísima y valiosa a la que le agradezco esos años de amor total y genial.

Tenía varias invitaciones para ver el partido, pero la novia quería que lo viéramos juntos. Con las feromonas a mil por ciento y el “papayazo” de tener mi casa sola, el plan era perfecto: fútbol, novia, amor y privacidad.

Vimos el desarrollo del partido con el nerviosismo de lo que fue y con besos que iban y venían. Lo confieso, era muy difícil controlar las tentaciones libidinosas de Cupido por estar viendo a la Gambeta Estrada dilapidar un gol clarito en el arco alemán. Colombia se jugaba un partidazo, y con el transcurrir de los minutos la tensión le ganó al deseo del amor de pareja adolescente.

Al minuto 88, Pierre Littbarski, quien jugaba en el Colonia por esos tiempos, le ganó el duelo al Chontico Herrera y crucificó a Higuita, luego de un jugadón del pánzer Rudi Völler. Toda Colombia se unió en un putazo, en un lamento, en una tristeza. Mientras que todos estábamos en las mismas, Leonel le robó un balón a Völler, se la dio al Bendito, este se la pasó al Pibe, el Mono se la dio a Rincón, este la tocó con Bendito, recibió el Pibe y en un poema se la entregó limpia a Rincón, que definió con una epifanía. Gol, gol del alma, la justicia y el buen fútbol. Gol que interrumpió un beso largo que le estaba dando a Ana María y que iniciaba el acto de amor. Gol que nos puso a saltar de alegría, llanto y un abrazo. Gol que duró diez minutos más, para luego, llenos de felicidad, culminar la cópula de amor que habíamos comenzado. Inolvidable.

Domingo 5 de septiembre de 1993. Estadio Monumental de Núñez

Ya Ana María no estaba en mi vida. Estaba yo en la Universidad Javeriana cursando la carrera de Comunicación Social y Periodismo, y con un grupo de trabajo y fútbol de la facultad, del que hacía parte uno de los decanos, el padre Eduardo Valencia, decidimos ver juntos cada uno de los partidos de Colombia de la eliminatoria mundialista con rumbo al mundial de USA 1994. Cada partido se veía en una casa distinta y se armaba un plan de asado, buena comilona, cerveza y guaro a borbotones. Yo vivía con una tía y sus hijas, y ese partido decisivo ante los argentinos se iba a ver en mi casa.

La previa empezaba temprano y el chupe también. Al iniciar el encuentro uno podía tener, fácilmente, diez polas y seis guaros entre pecho y espalda, la ansiedad era muy grande. Mientras que Óscar Córdoba le sacaba de todo a Batistuta, una orinada monumental se apoderaba de mi vejiga. Aguanté como aguantaba Colombia y no di más. Me paré, les dije a todos que ojalá nada pasara y me fui al baño. Oía a William Vinasco narrar: “La lleva el Pibe, pica Rincón, qué pase el de Valderrama, se fue Rincóoooonn, amaga y …”.

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Ahí me salí del baño, solo recuerdo que brincamos, me abracé ya no sé con quién y voló cerveza por los aires. Luego me dijeron: “Ey, Pote, tus pantalones…” No tenía pantalones en el lugar en el que tenían que estar. Salí del baño con el chorro de orines aún fluyendo, unté de meados a varios, el pantalón cayó y por unos minutos quedé con las vergüenzas al aire. ¡Bah, no importó! Fue un golazo, fue el inicio de una noche épica, del 5 a 0.

Por todo lo anterior: ¡Gracias, Freddy! ¡Gracias, Pibe! ¡Gracias a toda esa generación de los noventa de la selección Colombia! Los amaré siempre.

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