Si la pandemia no me enloqueció, el WhatsApp definitivamente sí lo hará. Como toda relación, la mía con esta aplicación móvil empezó con una tremenda ilusión, pero ahora se trata de una fijación que me atormenta.
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Todo comenzó cuando era estudiante de una maestría. No tenía el dinero para comprar un teléfono inteligente y, cuando por fin lo logré, me imaginaba todas las conversaciones, todos los memes, todos los videos, todas las fotos, todas las noticias, todos los datos que podría ver con tan solo escanear múltiples chats.
Desde ese momento, fueron 10 años en que tanta y tanta información me asfixió poco a poco. Pero llegó 2022, cuando más me he sentido como si estuviese atrapada en lo más profundo de un pozo: no puedo escapar de los constantes mensajes y reclamos por hacer o dejar de hacer algo.
Detrás de esa sofocación ha estado la culpabilidad de no estar siguiendo segundo a segundo a los chats grupales, porque al ignorar algún momento chistoso o memorable, me asusta que quizá pueda perder cercanía con mis amigos, familiares y hasta colegas del trabajo.
La ansiedad de poder estar conectada en todo momento al WhatsApp definitivamente se incrementó durante la pandemia, porque la tecnología parecía el único salvavidas para no desligarse del mundo como lo conocíamos antes. Sin embargo, un estudio reciente de la Organización Mundial del Trabajo demostró que, aunque creamos que estamos más cerca de las personas gracias a las aplicaciones móviles, sucede todo lo contrario.
No solo eso, esperamos una satisfacción emocional inmediata con lo que vemos en esas conversaciones iluminadas a través de esa pequeña pantalla del celular. Hace poco una caricatura del New Yorker mostraba a una mamá en la cama de su hija. Le leía un cuento que decía “… y, por lo que sintió como la milésima vez, ella abrió su teléfono por el menguante golpe de dopamina que nunca logró satisfacerla”.
Y entonces, la culpabilidad de sentirse culpable. Muchas personas a mi alrededor defienden el uso de WhatsApp como si fuera una buena costumbre que el venezolano Manual Antonio Carreño agregaría a su manual si viviera actualmente. Por lo cual, me he preguntado: ¿por qué yo y por qué siento que los chats me chupan la energía vital? Hace poco alguien que no había atendido uno de mis mensajes, me dijo “perdón por no responder, pero tú sabes, el WhatsApp es infinito”.
De algún modo, ese comentario me transportó a aquella vez que pisé Times Square. Desde cualquier punto podía ver el destello de luces de avisos publicitarios, de obras de teatro, de resultados de la bolsa de Nueva York. Incluso al girar la mirada hacia el piso, alcanzaba a ver el reflejo de la gran pantalla donde se proyectaban videos de lo que fuera: desde programas de televisión hasta las olas del mar.
Todo era fascinación y no podía creer que unos edificios tuvieran ese poder sobrenatural de emanar tanta información. Después de dos años de vivir en la gran manzana, cuando pasaba por esa calle sentía hastío de tanta estimulación visual, que me obligaba a digerir tantas letras, datos e imágenes al mismo tiempo. Así fuera de noche, quería taparme los ojos y no ver nada, pero era imposible: no me podía esconder de esa eterna y fastidiosa fluorescencia.
Por lo menos durante los últimos meses en esta ciudad traté, en lo posible, de evitar Times Square, pero WhatsApp sigue sometiéndome a sus propios horarios, a sus propios ritmos y caprichos. Aunque ya no me persigue con sus notificaciones, no puedo cerrarlo definitivamente por la bendita exigencia de la sociedad actual.
Lo único que anhelo es rescatar la llamada telefónica. En la adolescencia, esos teléfonos con cuerda y tablero de rueda eran ese fruto prohibido, que generaban unas cuentas extensas que los papás tenían que pagar. Quisiera volver a esas conversaciones al lado del auricular y la sensación casi lujuriosa de permanecer, por muchas horas, ahí pegada.