No era necesario ver lo ocurrido en el estadio del Querétaro para enterarse de que el domingo pasado algo muy grave pasó allí. Las autoridades calculan que 583 imágenes y 78 videos diferentes fueron tomados en el lugar de los hechos y replicados una y otra vez en redes sociales. Las mismas autoridades hablan de poco más de una veintena de heridos, pero ningún muerto, información que es desmentida por varias personas que asistieron al estadio ese día y que aseguran haber visto cuerpos inertes siendo despojados de sus pertenencias.
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Esta columna no es nueva, ya he escrito un par cuando la violencia se ha presentado en el fútbol colombiano. Tampoco es nuevo lo del pasado domingo en México. Hace décadas que el fútbol pasó de ser un deporte para convertirse en un fenómeno social insondable, y también en una fachada para todo tipo de actividades y crímenes. Detrás de una cancha con veintidós jugadores, tres árbitros y un balón ocurren cosas que nuestras cabezas no se alcanzan a imaginar, toda una forma de vida que involucra a miles de personas.
Dineros del narcotráfico y de otras actividades ilegales, barras bravas fondeadas por los propios dirigentes, apostadores que sobornan a árbitros, jugadores y arreglan partidos, periodistas pagados por debajo de cuerda y un sinfín de actores más que hacen del fútbol profesional algo más turbio que la política.
Y lo es porque así la política toque la vida de absolutamente todos los seres humanos, no todo el mundo vota ni participa activamente en ella; por eso hay lugares donde votar es obligatorio. El futbol, en cambio, gana hinchas con la misma facilidad con la que los niños se pegan los piojos en el colegio, no hay necesidad de volverlo obligatorio. Al revés, toca disuadir a la gente para que sea menos intensa y pasional con el tema. Entre más consumidores del producto haya, habrá también más dinero. Y con él, más intereses y más corrupción.
No es sino ver el Madrid-PSG de esta semana, un solo partido que según expertos enfrenta a dos fuerzas que sumadas valen casi dos mil millones de euros. No vale la pena pasar la cifra a pesos porque con solo leerla se intuye descomunal, y además tantos ceros no caben en un solo párrafo. Eso, sumado a la entrada que en un entrenamiento sufrió Mbappe, la máxima estrella de todas, por parte de su compañero Gana Gueye y que casi lo deja por fuera del juego. Las reacciones no se hicieron esperar y al volante africano le tocó restringir su Instagram por cuenta de las amenazas y los insultos racistas que recibió después del incidente.
Es que no nos medimos, por eso digo que lo de México pasó por la complacencia de todos, como suele ser con hechos de esta clase. El clima en el fútbol está cada vez peor, pero no importa porque a los dirigentes les da dinero y a los hinchas nos entretiene. Por eso salimos a condenar de palabra cualquier incidente y decimos a manera de consuelo que “son unos pocos”; lo que sea con tal de justificar que el balón siga rodando. Algo parecido pasa cada vez que hay una masacre en Estados Unidos. ‘My thoughts and prayers” exclaman los políticos y las figuras públicas, y puede que lo sientan en el instante, pero al final no importa porque el negocio de las armas mueve tanto dinero que la muerte de unos pocos se les antoja un pequeño precio a pagar.
A raíz del Querétaro-Atlas se anuncian sanciones que van desde la desafiliación del equipo local de la liga profesional, hasta la prohibición de la entrada de hinchas visitantes en todos los estadios mexicanos. Pueden hacer lo que sea, que los problemas van a seguir, básicamente por dos cosas: La primera, la falta de voluntad real y de capacidad para sanear y controlar el fútbol. Y la segunda, porque esto no se trata de fútbol, que es apenas una fachada. Lo que estamos enfrentando acá no es un deporte sino la naturaleza humana misma, millones de personas que guiadas por sus instintos más primarios se dejan llevar al salvajismo. Y no solo pasa en nuestro continente, que podría pensarse que es una cuestión de subdesarrollo. También en Inglaterra, pioneros en eso de civilizar el fútbol y controlar a los fanáticos más radicales, el asunto se les sale de las manos. Con todo y sus medidas, cada tanto hay graves incidentes, ya no en los estadios, sino en sitios cercanos donde se reúnen los hinchas. Muchas veces es tan descomunal que la policía opta por esperar a que se calmen los ánimos (es decir, a que se maten) para actuar.
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Nunca me han gustado los hinchas, al menos no cuando se reúnen en patota. Las barras sirven para darle ambiente y dinero al fútbol, pero poco más. Sin ellas, el futbol sería menos colorido y los jugadores no serían millonarios, pero existiría, así que indispensables no son. Y aunque los equipos profesionales perdieron dinero con la pandemia, era un placer ver partidos por televisión con estadios vacíos, todo en paz y armonía. Sin embargo, la cosa está tan distorsionada que los fanáticos sacan más pecho por las victorias y sufren más por las derrotas que los futbolistas mismos, y dicen con orgullo de qué equipos son seguidores como si tal cosa fuese una virtud, como si ser fan de un club requiriese de algún tipo de talento.
Nos han planteado la pasión del hincha como algo bueno, y es entendible, es lo que vende. Pero si miramos bien, la pasión nubla el entendimiento, nos vuelve animales y descoloca tanto que más que júbilo causa infelicidad. Igual no importa, nuestras vidas son tan vacías y carentes de significado que hacemos lo que sea con tal de combatir el aburrimiento del fin de semana. Unos van a misa, otros prefieren el estadio. Pues el fútbol recorre desde hace unas décadas el camino que las religiones llevan siglos andando: matar gente en nombre de un símbolo y una idea.