Quise hacer stand up comedy hasta que descubrí que no era chistoso y que hacer humor es muy, pero muy difícil. Eso no me quita que sea un asiduo consumidor del género y que tenga claro qué me gusta y qué no. Salvo excepciones, no me matan los humoristas colombianos, por ejemplo. Me parece que muchas veces se limitan a contar anécdotas cotidianas, en especial sobre fracasos amorosos, y que dejan en el olvido el resto de temas que existen en la vida. Eso y que para ser un buen comediante no basta con ser chistoso, hay que tener una sensibilidad especial, casi ser un filósofo con capacidad de hacer reír. Lo dicho, muy difícil.
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Mis preferidos son George Carlin y Bill Hicks, y lo son básicamente porque reúnen lo que dije en el párrafo anterior: además de ser divertidos, dicen cosas que parecen obvias solo después de que las han pronunciado. Cuando los oigo suelo pensar “Pero claro, ¿cómo no se me ocurrió antes?”. Y es porque tienen la habilidad de hacer reflexiones con mucha lógica y mucha gracia sobre asuntos que toda la vida hemos tenido frente a los ojos y en los que a veces preferimos no recabar.
Todo esto a propósito de la decisión de la Corte Constitucional de despenalizar en Colombia la interrupción voluntaria del embarazo hasta la semana 24. Tanto Carlin como Hicks hablaban hace cuarenta años de temas que hoy están en boga como el aborto, la droga, la corrupción de los políticos y la manipulación de la publicidad y de los medios de comunicación. Y aunque ambos hayan muerto hace ya varios años, sus discursos están hoy más vigentes que nunca. No sé de dónde sacaron sus ideas, seguro no fueron las primeras personas que tocaron dichos temas, pero la forma en que se pronunciaron al respecto los hicieron más visibles dentro de sus respectivas generaciones.
Y todo está en Youtube, basta con poner sus nombres para saber lo que pensaban. Ellos usaron antes muchos de los argumentos que usan ahora los activistas, solo que más claro y con más gracia; es impresionante. No sé si yo sea proaborto; intuyo que sí, pero no lo tengo claro. Me resulta paradójico ver cómo tengo una opinión formada sobre casi todas las cosas de este mundo, pero con el aborto aún no me decido del todo, más allá de que me sienta mucho más del lado del sí que del no.
Soy partidario, eso sí, de que la gente haga con su cuerpo y con su vida lo que quiera mientras no afecte a los demás. Y entiendo que a partir de eso todo está abierto a la interpretación de cada quien, de ahí que la discusión sobre las libertades individuales y los deberes de los ciudadanos sea tan compleja como interminable. Y aunque puedo entender las razones por las cuales hay mucha gente que se opone al aborto, repito que me inclino más a pensar que debería ser algo que se pueda hacer libremente.
Muchas veces las posiciones antiaborto vienen de la mano de una profunda fe religiosa, cosa que no me acaba de convencer porque uno de los argumentos que más usa ese grupo de personas es que la vida es sagrada. Es decir, se oponen rotundamente al asesinato de seres humanos, pero al mismo tiempo pocas causas tienen más muertos encima que las religiones. Entonces sus razones suenan a que la vida es sagrada a conveniencia, a gusto del consumidor de turno. Defienden la vida del no nacido porque les parece que esa sí es sagrada, pero sobran los casos en los que desprecian y ultrajan la de aquellos que no piensan, viven o lucen como ellos. No son provida, más bien están obsesionados con tener el control. No soportan que las personas vivan bajo preceptos diferentes a los suyos.
Y es que no solo no se le puede indicar a la gente cómo debe llevar sus asuntos personales, sino que tampoco se le puede decir que no haga lo que le gusta. Esta premisa aplica también para la guerra contra las drogas, algo en lo que nunca van a poder imponerse así estén empecinados en combatirlas. Y no es que esté equiparando el aborto con las drogas, para nada. Nadie aborta por placer, precisamente porque no es placentero; al revés, debe ser sumamente traumático.
Quisiera que esta columna cerrara con una conclusión clara sobre el aborto, pero no me da, lo juro, por eso recomiendo a Hicks y a Carlin (y me perdonaran que sean hombres, tengo entre mis pendientes consultar qué decían sobre el tema las mujeres humoristas del pasado). Sus posiciones de entonces coinciden con el pensamiento que muchos tenemos hoy porque, más allá de que fueran pro esto o anti aquello, aplicaban en su discurso una premisa muy sencilla que cada vez está más en desuso: no jodas a los demás para que no te jodan a ti.