Es curioso lo que ha pasado con Ricardo Márquez. Digo que es singular porque de alguna forma, en tiempos de Harold Rivera como conductor del Unión Magdalena, el delantero se destacó por su gran pericia en él área y su vocación constante para no dar una sola opción por perdida. La segunda condición la sigue exhibiendo: trata de ir a cada balón con ardentía, tanto que a veces en ese exceso de revoluciones se le va la mano en algún choque con rivales y adversarios. Es un hombre sanguíneo. La primera cualidad se le ha ido extraviando: la de hacer goles y celebrar ante la hinchada.
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Anda hace rato en un momento extraño: incómodo con el balón en los pies, errático a la hora de hacer funcional su virtud de marcar y aunque en este último tiempo las oportunidades de gol no abundan, las que ha tenido las ha desperdiciado. Aquel gol contra América celebrado con ira, más allá de que esa anotación directamente no servía de nada por cuenta del empate entre Tolima y Alianza, que dejaba a Millonarios por fuera de cualquier posibilidad de alcanzar una final, pintan su momento actual, que es estar en el tiempo que no es requerido. O lo que llaman los expertos, tiene refundido el timming.
En su momento varios clubes pujaron por sus servicios y las cifras que se manejaron en torno a él eran dignas de un atacante listo para irrumpir en el primer mundo sin inconvenientes. Justo ahí, en el momento más alto de la ola, sus cualidades empezaron a apagarse. Anda peleado con el gol y consigo mismo. Aquel mano a mano frente a Viera en Barranquilla, dos cabezazos frente a Envigado -uno que envió directamente a la luna y el otro que se fue por centímetros cuando el panorama indicaba que la elección era el frentazo directo antes que la peinada al segundo palo- y un fallo ante Emelec, en el amistoso contra el equipo ecuatoriano, lo deben tener nervioso y pensativo.
¿Se tratará entonces de ese síndrome que viven algunos futbolistas que solamente pueden exhibir su talento con una camiseta? Ha ocurrido muchas veces, por ejemplo con un futbolista que también supo forjarse en las huestes del Unión Magdalena: le decían “la puya” pero su documento de identidad decía Luis Zuleta. Habilidoso como el que más, con poder de definición que hacía delirar la sufrida hinchada que se reunía en el viejo Eduardo Santos a esperar que el Unión refrendara por fin aquel título del año 68, empezó a contar con el interés de varios equipos más poderosos que el “ciclón”. Y Zuleta se fue a Medellin y a Bogotá, ciudades en la que de golpe, ese charm inicial se extinguió.
Entonces no tuvo otra alternativa diferente a la de volver al primer amor. Y allí volvió a ser el mismo que se extravió cuando al empacar maletas, dejó olvidados los goles. Al parecer solo en Santa Marta podía ser Sansón.
En el próximo gol o en el siguiente yerro comprobaremos o desmentiremos si Márquez es víctima del síndrome Dalila.