¿Qué significa hablar de salud mental en una comunidad donde no hay psicólogos, el hospital más cercano está a días de camino o el dolor se nombra en otra lengua? Un recorrido por seis departamentos del país busca entender cómo se accede —o no— a servicios de salud mental. Los hallazgos confirman lo que muchas comunidades han repetido durante años: la salud mental no es solo un asunto clínico, sino una herida abierta por décadas de guerra, despojo, racismo y abandono estatal.
Después de oír el paso de las balas durante más de sesenta años, atravesar la ausencia de derechos fundamentales y, por ende, la exclusión, la pobreza y la estigmatización, hablar de salud mental en Colombia es hablar de una herida abierta, una deuda y un dolor.
Ndumui es la palabra usada en lengua otomí para nombrar un dolor emocional que resulta devastador. Según sus hablantes, se siente desde el estómago hasta el corazón. Diríamos que es el dolor de lo entrañable. Para el pueblo Ticuna, existe un espíritu reconocido como portador de maldad: el Chachacuna. Cuando entra en contacto con los seres humanos, les hace perder el sentido de sí y los lleva a hacerse daño. Para el pueblo Emberá, estos espíritus —hasta hace poco desconocidos— son los Jais. Una vez vistos, “las personas pierden su mente, su cabeza se va al verlo. Después viven aburriditas, sin ganas de ir al conuco, en la cama todo el día, pensando mal, como muertas en vida”.
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Estos relatos, aunque diversos en origen y lengua, coinciden en algo fundamental: la salud mental no es una cuestión aislada del cuerpo, del territorio ni de lo espiritual. Lo que para algunos pueblos se manifiesta como la pérdida del alma, la desconexión con la tierra o la presencia de espíritus perturbadores, en otros contextos se ha traducido en categorías clínicas. Mientras las comunidades rurales, campesinas, indígenas y afrodescendientes reconocen el sufrimiento como parte de un desequilibrio colectivo, la tradición occidental ha tendido a interpretarlo como un trastorno individual.
Por eso, a pesar de la distancia geográfica que hay entre La Guajira y la Amazonía o Chocó, sus habitantes coinciden en un punto: la salud mental está profundamente atravesada por la historia de exclusión, violencia, pobreza y olvido institucional que han vivido. El conflicto armado, la discriminación, el racismo estructural, el abandono del sistema de salud y la imposición de lógicas externas a las formas propias de cuidado han marcado las emociones, los cuerpos y las relaciones comunitarias. “El contexto es tan adverso que enferma”, dice una lideresa del Guainía.
Aunque era una meta de la Política pública de salud mental que a 2021 el 100 por ciento de municipios y departamentos del país ya debía haber adoptado y adaptado estas medidas, en pleno 2025 la realidad es distinta. Según le respondió el MinSalud a Consonante, solamente el 74,36 por ciento (24 departamentos y 5 distritos) ya realizaron este proceso.
En muchas zonas rurales y dispersas sigue sin haber un solo psicólogo vinculado al sistema público; y donde existen, suelen trabajar en condiciones precarias, con poca formación intercultural y una sobrecarga de funciones que desborda lo clínico. En Vaupés y Amazonas, por ejemplo, no existen servicios de hospitalización en salud mental y solamente tienen tres y cuatro psiquiatras respectivamente para todos los habitantes del departamento.
A esto se suma una disparidad entre los datos sobre salud mental que tiene el Estado y los que registran en las comunidades. En Bojayá, por ejemplo, líderes como José Luis Dogirama han documentado decenas de suicidios y cientos de intentos, aunque solo tres casos aparecen en los registros oficiales entre 2014 y 2024. Sin acceso a computadores ni canales institucionales efectivos, las cifras reales quedan invisibilizadas.
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De las 1.297 personas encuestadas por Consonante para este especial, el 65 por ciento considera que la pobreza es una de las principales causas del sufrimiento emocional; el 48 por ciento señala la exclusión social y el 30 por ciento menciona el racismo estructural. Las comunidades indígenas y afrodescendientes son las más afectadas por estas condiciones: el 52,8 por ciento de quienes dijeron haber sido víctimas de racismo son indígenas, y el 61,3 por ciento de quienes han sufrido hambre también pertenecen a pueblos étnicos.
La violencia también fue una constante en los resultados. El 64,9 por ciento de las personas encuestadas afirmó haber sido víctima directa del conflicto armado. De ellas, más de la mitad no ha recibido ningún tipo de atención psicosocial. “Según la IV Encuesta Nacional de Verificación (ENV) elaborada en 2023 por la Comisión de Seguimiento de la Sociedad Civil a la Sentencia T-025 de 2024 sobre desplazamiento, solo el 3,3 por ciento de las personas desplazadas conocen los programas de rehabilitación, y apenas la mitad de ellas accedió a ellos”, dice la Defensora del Pueblo, Iris Marín Ortiz. “Esto refleja una brecha crítica entre las necesidades psicosociales de la población víctima y la respuesta institucional. Aunque muchas personas han manifestado mejoras en su vida familiar y social cuando acceden a atención psicosocial, la cobertura sigue siendo insuficiente, especialmente en comunidades étnicas y rurales”, afirma Marín Ortiz.
El abandono estatal es más grave en las zonas rurales, donde el 26,1 por ciento de las personas aseguró que nunca ha habido presencia de profesionales en su comunidad. Y cuando existen, los profesionales enfrentan sobrecarga, falta de formación intercultural y precariedad laboral.
En este contexto, muchas comunidades han creado sus propias respuestas: espacios de escucha, círculos de palabra, rituales, liderazgos espirituales, tejido, cantos, caminatas, escuelas de liderazgo y uso de plantas medicinales. Estas estrategias no aparecen en los manuales clínicos, pero han sostenido la vida en medio del dolor y el abandono. Allí donde el Estado no llega, las comunidades se cuidan como pueden.
En Conejo, corregimiento de Fonseca (La Guajira) no hay centro de salud, y para acceder a una cita de medicina general las personas deben desplazarse 40 minutos hasta el casco urbano. Si necesitan atención especializada, el viaje puede ser de dos horas hasta Distracción o de tres hasta Valledupar. En ese contexto, un grupo de mujeres del territorio se organizó para crear espacios de escucha: son terapeutas populares que acompañan a quienes enfrentan sufrimientos emocionales, sin recursos ni redes estatales de apoyo. “Necesitamos que las entidades se enfoquen en la salud mental. Esto no se trata de plata, se trata de salvar vidas”, dice Miladys, una de ellas.
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En una situación más compleja se encuentran las personas que están diagnosticadas y tienen formulados medicamentos: solo el 33,3 por ciento de las personas que viven en zonas urbanas reciben los medicamentos sin ninguna demora, mientras que en zonas rurales ese porcentaje baja al 11,6 por ciento. Sin embargo llama la atención que más de la mitad de personas diagnosticadas tiene problemas para acceder a los medicamentos, sin importar su ubicación: o los reciben parcialmente y con demoras, o no se los entregan.
La encuesta también mostró que donde existen espacios colectivos para hablar de salud mental, las personas tienden a confiar más en sus propias estrategias que en los servicios institucionales. En contraste, donde no existen esos espacios, hay desconfianza generalizada. Esto revela que la organización comunitaria no solo es una respuesta al abandono, sino una fuente de confianza y resiliencia colectiva.
Con lo anterior, nos preguntamos: ¿Es posible una política de salud mental que escuche al territorio? ¿Qué implica reconocer que el sufrimiento no es un desequilibrio individual, sino una expresión de desigualdades históricas? ¿Cómo podríamos construir, desde abajo, un enfoque de salud mental más justo, más comunitario y más intercultural?

