Opinión

Opinión: Sabe a la carrera once

Hoy en GastroPop, la experiencia de hacer un sancocho, o cualquier plato, a punta de recuerdos que llevan a sabores e ingredientes de la infancia.

Tratar de cocinar los platos que se disfrutaron en la infancia siempre será un reto
Sancocho en casa (Julia Londoño )

Ahora sé que entre los detalles que hacen la diferencia en el sabor del sancocho de mi infancia están las bolitas de pimienta de olor, flotando dulzonas sobre la grasa, puestas desde el comienzo en el caldo, las ramas completas de cilantro, con tallos estorbosos que me hacían colar la sopa cuando era niña, y las horas a fuego lento en una olla de aluminio tapada.

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Ayer hice el primer sancocho de mi vida. No un sancochito de sobras, de lo que haya en la nevera, como he hecho varias veces, sino un sancocho trifásico, intencional, pensado como es debido, para compartir una mesa con familia y amigos.

Solo cuando uno de ellos me preguntó cómo lo hice me di cuenta de algo emocionante: lo hice a punta de memoria. Mi plan era buscar la receta del libro de Leonor Espinosa, porque pensé que ese sancocho tendría algo en común con el de mi recuerdo, pero en el camino simplemente pasó que a punta de sábados viendo a la cocinera de mi niñez, Mirtha, meterlo y sacarlo todo de esa ollota, fui capaz de retener los pasos, los sabores, y crear algo suficientemente cercano al recuerdo memorable de la casa de la carrera once de Castillogrande.

Sin arroz con coco blanco –esa será otra historia–, sin carne salá –que acá en Bogotá no tengo dónde salar y, además, tengo un gato–, pero con el gusto y el aroma de los sábados donde Milcho y Do o Grandma y Papi Viejo. Mis abuelos.

También entendí, al servir pedazos de plátano muy desbaratados, por qué Mirtha los dejaba con la cáscara dentro de la olla. Anotado.

Sobre la tapa de la olla casabes de yuca redondos se calentaban para ofrecerse como entrada, con suero o queso de untar.

Como muchas de las mujeres que limpiaban y servían en las casas de provincia costeñas, Mirtha creció donde mis abuelos; llegó de Arjona, de donde era su familia, rondando los quinceaños, aunque ella es, de nacimiento, momposina.

Como crecí en casa de abuelos y con una mamá concentrada en la vida académica, lo que reconozco como sabores de mi infancia no son las recetas de mi mamá, que nunca se metió a la cocina y creo que lo consideraba un logro, ni las de mi abuela –que era norteamericana y dicen que horneaba tartas deliciosas, pero a mí me tocó ya cansada–, sino los platos de Mirtha.

Los platos de mi infancia son el sancocho de leña que vi hacer en la casa de su tía Sara en Arjona, en un ritual de piso de tierra donde todos revoloteábamos por horas alrededor de la olla erguida sobre ladrillos de cemento en el centro del patio. Son los buñuelitos de maíz y fríjol que pasaban por el molino Victoria, antes de freírse y agarrar esa forma de amiba. Son los jugos de níspero y zapote que nunca eran para mí, sino para mis primos, sus comensales favoritos, pero que me dejaba probar con más malicia que generosidad.

Ayer recordé a una tía que me decía en la adolescencia: tú vas a cocinar delicioso, con todas esas horas que te pasas metida en la cocina con Mirtha. La verdad es que la cocina era un lugar ventilado, con tres accesos, dos de ellos por la vía de los patios. La verdad es que me gustaba acostarme en el piso, porque estaba frío. La verdad es que veía a Mirtha cocinar, o la espiaba a veces, o la agarraba de audiencia para cantarle canciones de plancha con el tarro de salsa inglesa a manera de micrófono.

La verdad es que yo estaba más interesada en oírla hablar de su exnovio Roberto, y de sus sueños de juventud, que de seguir sus recetas. La verdad es que tuvimos siempre una relación difícil. Pero no tengo dudas de que era una cocinera extraordinaria, que regalaba tanto como castigaba a través de su cocina.

Un termómetro de su estado de ánimo era intentar robarme un par de cucharadas de arroz con coco pegotudo, antes de que estuviera listo, para terminarlo de masacotear con unas gotas de limón y zampármelo a escondidas. Fueron más las veces que lo permitió, halagada, supongo, por mi antojo.

La verdad es que alrededor de sus mesones con bandejas de ñame, yuca, batata, plátano y tres carnes, la vitualla y el bastimento, nos codeábamos y empujábamos todos los sábados los primos, tíos y abuelos, y algún amigo de alguien, para compartir una mesa enorme donde todos sudábamos mientras saboreábamos su caldo, en tardes que terminaban siempre igual: diciendo, después de dos platos, que ese era el mejor sancocho que Mirtha había hecho en su vida, que era el mejor que nos habíamos comido en la nuestra, y preguntándole si era verdad que un día de estos iba a montar su propio restaurante, el mejor de Cartagena.

Nadie me preguntó para cuándo el restaurante, pero, después de dos platos, mi mamá me dijo: Te acabas de graduar de gastrónoma.

@Juliademiamor

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