Opinión

Los santos bajan de la Sierra

Juan David Correa, Ministro de Cultura, nos invita a la maravillosa exposición que hay en el Museo Santa Clara, “Los santos bajan, la tierra sube”

El ministro de Cultura Juan David Correa explica por qué es imperdible la exposición Los santos bajan de la Sierra en el Museo Santa Clarea
Juan David Correa MinCultura

Hemos subido tantas veces a los altares y hemos bajado tantas veces de ellos: nuestra cultura republicana también se fundó sobre una religión que ocultó con su fe y sus símbolos a los pueblos indígenas que miraban desde el cielo el arrasamiento que poco a poco logró llegar a lugares inexpugnables con la enfermedad o el arrasamiento producto de la codicia y de la violencia producido por un sistema colonial. Nabusimake y Teyú eran lugares sagrados antes de que se llamaran Sierra Nevada o Santa Marta. ¿De allí proviene acaso ese desprecio acendrado en las mentes de quienes llevan doscientos años repitiendo el apelativo «indio» para significar el «atraso», lo «no civilizado», lo «marginal”?¿Cuándo nos daremos cuenta del inmenso valor que hemos considerado menor y cuya dignidad debe ser restituida para siempre?

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Es verdad que la Constitución de 1991 garantizó derechos de los pueblos que sobrevivieron a eso que hoy, veinticuatro años después del inicio del siglo xxi, algunas sociedades coloniales pretenden que olvidemos y archivemos como una dolorosa historia ocurrida hace siglos. Lo extraño es que no nos preguntemos, y eso es lo que hace más valiosa a esta exposición presentada en el Museo Santa Clara —que debería llamarse Museo Bochica, o Bachué, o Muisca o Museo de las Culturas y de los Saberes—, por qué esa historia se sigue considerando pretérita, inocua o ineficaz para los tiempos que corren. Cuando se camina por esta vieja iglesia católica, fundada en el siglo xvii, en el centro sagrado de los muiscas, y se contemplan sus formas barrocas católicas, a las que se han superpuesto rostros, gestos, paisajes, lugares rituales o sonidos provenientes de la línea negra o el sistema de conocimiento sagrado de los pueblos Arhuaco, Wiwa, Kogui y Kankuamo, el espectador entiende que esa historia que se sigue suponiendo superada existe aquí y ahora, y es incontestable que no hemos hecho suficiente, como mestizos, hijos de una compleja historia hispana que nos legó una lengua y una cultura, y que nos despojó de una identidad que es la que nos habita, a pesar de que nos queramos resistir. Nos habita en la geografía, en nuestra naturaleza, en los conflictos, en nuestras formas de ser por mucho que las hayamos querido negar a fuerza de querer ser parte del mundo. El mundo, nos dicen los mamos y los sabios, no es el que nosotros creíamos: no empezaba en las catedrales y terminaba en los palacios, no se escondía y se confesaba en las iglesias, el verdadero mundo era la imponencia de una cultura que nos atraviesa desde hace milenios, que ha resistido y persistido a pesar de todo el arrasamiento que ha producido el capitalismo devorando con un sistema basado en la competencia y en la desigualdad formas de exclusión y violencia que son parte de nuestros dilemas nacionales.

Los santos bajan de la Sierra y nos acompañan para decirnos que hemos insistido sin mesura en aniquilar ese rostro de la diversidad, el afecto, el cuidado y la inteligencia que es lo que somos, para querer ser de otra manera, más globalizada, más europea, más del norte global en el cual se supone debemos asumirnos como parte de un destino. Pero nuestro destino está en estas montañas y en esos saberes porque son, precisamente, mucho más globales que la mirada unívoca que se nos ha querido imponer culturalmente.

El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes ha emprendido, en este Gobierno del cambio, una serie de conversaciones e interpelaciones a eso que se supone ya superado: estamos diciendo como pueblo que es necesario reconocer en las herencias los signos del dolor, los secretos ominosos, los pactos patriarcales, las exclusiones sistemáticas para comprender cómo ese dolor también produjo formas de organización, de cultura, que queremos poner en duda para entender que todos somos bienvenidos en nuestra propia tierra: la sierra baja para decirnos que ellos ya lo vieron todo desde allí, que entienden por qué en una transformación siempre habrá resistencia, y que sus derechos, como pueblos y gobiernos reconocidos por nuestra Constitución, son tan dueños —y mucho más que nosotros, si se quiere— de una historia nacional contada desde los claustros del privilegio.

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