Hoy en día, las prendas de Johana Ortiz en páginas de lujo como ‘Moda Operandi’ se venden por miles de dólares. Su estética, que hace ocho años se popularizó por la famosa ‘Blusa Tulum’, adaptación de la famosa blusa campesina colombiana, se instauró como el nuevo relato que buscaba Colombia a través de la moda: uno sofisticado, originario y que viera en nuestras raíces una forma de diferenciarnos en la industria de la moda del Sur Global.
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Cosa similar pasa con los diseños de Andrés Otálora, quien se acaba de presentar en París, o con los lookbooks de marcas como Alado o Adriana Santacruz, o incluso Diego Guarnizo: las ruanas y los sombreros son símbolo de orgullo colombiano. No los puede comprar el ciudadano promedio y son lucidos con orgullo por actrices e influencers en este 2024.
Pero, irónicamente, hace casi 80 años su peor enemigo era quien representaba a todos aquellos que usaban estas piezas en el espacio público: Jorge Eliécer Gaitán, el primer político de la historia colombiana en el siglo pasado que entendió que la moda podía revolucionar las ideas y dar una idea de una vida mejor a las masas que conformarían las ciudades colombianas.
En este año se conmemoran 76 años de su muerte, pero también la de un mundo que era claro en sus divisiones sociales de clase y de moda y que incitaban a marcar esa inmovilidad social que en ese entonces era más pronunciada. Porque hace ochenta años, las piezas que hoy los diseñadores colombianos exhiben y venden en miles de dólares eran motivo de perfilamiento policial y desprecio de una clase política - a la que Gaitán mismo pertenecía- que veían en ellas un símbolo de atraso.
De hecho, tal y como lo narra el cronista de la época y novelista (también director del periódico del caudillo) José Antonio Osorio Lizarazo en su desgarradora novela social ‘El día del Odio’, Tránsito, su protagonista (una niña campesina vendida a trabajar en esclavitud, luego despedida y prostituida) es perfilada, abusada y encarcelada varias veces por las autoridades al verse como una campesina en espacios públicos hechos para estéticas más europeas.
Más ‘avanzadas’. Que implicasen progreso y adaptarse al canon europeo. Y Gaitán representaba todo eso, al lado de su elegante esposa, Amparo Jaramillo.
Claro, esto implicaba todo lo que era blanquitud, ignorando el componente racial y diverso de Colombia. Y en esto, Gaitán era idéntico a políticos abiertamente racistas y eugenistas como Lauréano Gómez.
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De hecho, citado en el libro de la historia del periodismo en Colombia, ‘A Plomo Herido’ de Maryluz Vallejo, veía a la raza indígena como ‘degenerada’, por no bañarse. Y a la ruana (y en eso coincidirían escritores como Andrés Samper Gnecco en ‘Cuando Bogotá Tenía Tranvía’ y luego Gloria Valencia de Castaño, irónicamente luego su defensora) como foco de infecciones y criminalidad.
A su vez, si bien se le vio jugando tejo, nunca portó la ruana: él, con su uso de trajes bien cortados, hechos como los de los oligarcas que criticaba, con sus costumbres europeas y con su educación influida por el fascismo creía en el higienismo- corriente que no solo implicaba el aseo diario como parte del progreso, sino borrar todo vestigio de otras razas y sus expresiones- y también en el cuidado diario como forma de disciplina.
Es por eso que también practicaba jogging, siendo uno de sus primeros deportistas, en el Parque Nacional en las mañanas.
Así, con su persona, y tal y como lo narra el investigador de moda Edward Salazar en su libro ‘Nostalgias y Aspiraciones: vestir estéticas y tránsitos de las clases medias bogotanas’, mostraba a su electorado, por años recluido social y culturalmente de las oligarquías europeizadas, que podían ser como ellas. Que podían aspirar a tener sus códigos de moda. Que podían lucir como ellas. Ser iguales, al fin y al cabo.
Y esto calaba en una época donde el cine y la radio, así como sus estrellas, comenzaban a vender toda clase de productos que comenzaban a mostrarles que la apariencia era importante. Y que podían acceder a todos esos productos que les mostraban formas de ascender socialmente.
Eso, en una época donde acceder a la moda era difícil.
Amparo Jaramillo: una de las primeras influencers autóctonas de moda en un país que no podía acceder a ella
Antes de que Colombia se consolidara como industria textil gracias al auge mundial de marcas como Coltejer, quienes estaban en las clases populares la tenían difícil para acceder a esos productos de moda que lucían las estrellas de Hollywood y la oligarquía.
De hecho, en Bogotá, todas estas tiendas, carísimas y saqueadas posteriormente en el ‘Bogotazo’ (Gabriel García Márquez contaba en ‘Vivir para contarla’ cómo él ese día se llevó un rollo de paño que tuvo que tirar por ser bastante pesado), solamente eran del acceso de las clases altas, con enormes sesgos de exclusión para el resto de la población.
Esto cambió desde los años 20 y 30 con las migraciones árabes y judías, tanto al norte como al interior del país: los judíos europeos que el muy antisemita canciller Luis López de Mesa sí dejó entrar y que escapaban de Hitler vieron una oportunidad de negocio. Pronto, comenzaron a vender todo tipo de productos a crédito y en modalidad puerta a puerta. Maquillaje, pieles falsas, medias: todo lo podían adquirir mujeres de clases populares, y ellos se convirtieron en los grandes democratizadores de la moda.
De hecho, sus negocios fueron tan populares que muchas veces los comercios locales protestaron contra ellos. Pero, como se ve en la historia colombiana, no tuvieron éxito: actualmente son dueños de grandes grupos de moda y textiles como el grupo Jamri o de marcas como Seven Seven y Pat Primo.
Así, en medio de este cambio social, Amparo Jaramillo, quien aparece en la portada de Cromos en 1934 y llega desde la aristocracia paisa a ser la esposa del caudillo, también aparece como ejemplo de elegancia y moda, y a su vez de aspiración para quienes veían en ella un ejemplo de figura política. Y lo era: su inteligencia la mostró en sus palabras y apariciones públicas.
Quizás hubiese sido la contraparte perfecta para una Evita Perón, que también usaba la moda como aspiración para los descamisados que la adoraban como una diosa. Pero sin ir a tanto, tanto ella como su marido encarnaron los deseos de una clase social que pasaba del campesinado a conformar las grandes masas de las ciudades colombianas, que vieron en su uso de la moda una forma de desechar ese contexto rural que igualmente, nunca se fue del todo. Encarnaron una Colombia que en su moda pasaba de la mula al avión.
Pero el ‘Bogotazo’ hizo todo eso cenizas: con la Violencia, la influencia cada vez más creciente de Estados Unidos y México como ideales de moda y aspiración en la cultura de masas y el advenimiento de la cultura juvenil como ideal deseable, ese mundo quedó atrás, pero no sus tensiones de clase, que hasta hoy se mantienen, tal y como se ve en los juzgamientos hacia una Jenny Ambuila, un Abelardo de la Espriella o incluso hasta la misma Karol G, entre otras figuras.
Estéticas que irónicamente la moda ha tomado y ha validado a través de figuras como la cantante paisa y validadores como esas influencers herederas de esa oligarquía de los años 40 que hoy se visten como campesinas lujosas en bodas en Cartagena y critican los bailes de una Verónica Alcocer (mientras que alaban los símbolos de una Tutina de Santos en sus vestidos o se ponen la camiseta de Manifiesta ‘Siempre Fashion nunca Facho’ si son más contestatarias) sin saber todo lo que tuvo que pasar de por medio.
Y menos sin saber que todo eso lo representó una figura que probablemente fue enemiga de sus abuelos y de esas mismas blusas que hoy le compran a Johanna Ortiz por miles de dólares en su boutique. Y claro, su empleada de servicio en San Victorino, pero mucho más barata.