Para ayudar a otros se necesita vocación, olvidarse de uno mismo, de sus miedos, de sus angustias, de las incertidumbres y ponerse en los zapatos del otro, entender el punto de vista de quien se tiene enfrente para ver el mundo desde sus ojos, sentir sus preocupaciones y ayudarle a encontrar una salida. Camila Robayo esto lo lleva en su sangre y como psicóloga de la Secretaría de Salud de Cundinamarca ha tenido que sobreponerse a sus miedos e inseguridades para ayudar a quienes la necesitan.
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Hace unos días estuvo en Guayabetal, prestando apoyo psicosocial a las familias que tuvieron que abandonar sus casas por un derrumbe que les partió la vida: “Estuvimos evacuando a las familias que no querían dejar sus casas por el lazo sentimental que tienen con ellas. Estuvimos haciéndoles sensibilización para que fueran al albergue. Estuve desde las 4:00 a.m. allá”. Su trabajo no tiene precio, es una carga emocional fuerte, pero ella sabe hacerlo, no le tiene miedo a nada, aunque no siempre fue así.
Cuando era una niña de ocho años comenzó a ahogarse, no podía respirar y sufría neumonías recurrentes. No entendía muy bien lo que le estaba pasando, era muy pequeña para hacerlo, pero su papá, quien también es asmático, supo lo que tenía que hacer: “Tuve muchas neumonías y varias crisis, pero a esa edad no sabía que eso era una crisis. Me llevaron a la clínica, me hicieron una prueba y ahí se dieron cuenta de que yo también padecía la enfermedad”. Sin embargo, siendo tan pequeña lo veía como un episodio más de su vida que tenía que superar, y no como el camino de desafíos que apenas empezaba a recorrer. En un principio le lograron controlar las crisis gracias a, como ella misma dice, una buena neumóloga que supo recomendarle los medicamentos que no la dejaban ahogar, que le devolvían el aire. Pero por un cambio en la EPS dejó de ver a su especialista y otra vez se sintió ahogada, pero más que ahogada, se sintió sola.
No es fácil ser adolescente y tener asma. Ahí, el miedo a nuevas crisis, a sentir que el aire podría escaparse otra vez, la alejó de llevar una vida normal, de salir con sus amigos y de hacer planes en la noche. Tenía miedo del frío que podría quitarle el aire y arrebatarle la vida en un segundo. “En la adolescencia empecé a tener muchas crisis, y a los 11 o 12 años comencé a ver a otro neumólogo que me trató y de nuevo me ayudó a controlar la enfermedad “, recuerda Camila.
“El neumólogo me decía que no podía salir, que tenía que usar bufanda y que tenía que estar todo el tiempo abrigada. Dejé de hacer planes con mis amigos, si era algo por la tarde o noche, pues no podía”, dice. Pero se acostumbró a vivir así y, a pesar de las limitaciones, veía que las crisis disminuían y que al menos podía respirar tranquila. Sin embargo, cuando pensó que todo había terminado, los tratamientos comenzaron a perder fuerza, sus pulmones dejaron de recibir el aire que la llenaba de energía y una nueva enfermedad empezó a dejar marcas profundas en su piel: “Tuve varias neumonías y además empecé a tener dermatitis atópica. El asma generó una alergia en mis pies y en mis manos. Por ejemplo, los químicos que hay en el piso, como me la paso descalza, me provocan dermatitis. También algunos materiales de los zapatos. Tengo alergia a los metales, no puedo usar aretes ni cadenas, y los tubos de TransMilenio me generan dermatitis. Soy alérgica al maní también”. Cuenta Camila, sin dejar de mencionar que la relación con su neumólogo ha sido la clave para superar tantas pruebas; contarle con sinceridad qué siente la ha ayudado a que él sepa cómo ayudarla a tener una vida normal. Al punto que actualmente, incluso, puede hacer ejercicio y dice que ir al gimnasio le sienta muy bien.
Hoy, a sus 26 años, relata sin problema cómo ha sido su vida, sus crisis de asma, aquellos que la han ayudado y cómo logró tener bajo control su enfermedad. Su vida personal y laboral están en perfecta armonía, ama ese trabajo que le permite ponerse en los zapatos de los demás –sin importar el material–, le hace frente al frío y a la lluvia y ayuda a salir de situaciones imposibles a quienes lo necesitan, porque su propio imposible ya fue superado. Ahora que Camila puede respirar tranquila, enseña a quienes sienten que la vida los ahoga, que siempre hay una salida.
El caso de Camila nos demuestra que somos mucho más que una enfermedad cuando logramos tenerla bajo control, tenemos una buena comunicación con nuestro médico y nos empoderamos de nuestras vidas. Si usted conoce a alguien que tiene asma y no la tiene bajo control, aconséjelo para que busque ayuda con un profesional. Tener una vida normal con asma es posible.
Para más información, ingrese a https://www.asmabajocontrol.com.co/