Adolfo Zableh Durán
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Mientras el mundo del fútbol se obnubila con la llegada de Messi a París, acá nos estamos matando; lo vimos la semana pasada en El Campín con el partido entre Santa Fe y Nacional. Colombia se agrede en las calles y en las canchas, pone uno el televisor para olvidarse un rato de los problemas, y en vez de presenciar un partido de fútbol se topa con una batalla campal.
Y más allá de la sorpresa y el dolor, la impotencia y la confusión, lo que da es rabia, por lo menos en mi caso. Y no por los hechos en sí, sino por las reacciones. Siempre es la misma cosa cuando ocurre algo así: directivas, periodistas e hinchas rasgándose las vestiduras, condenando el hecho y proponiendo soluciones imposibles de realizar por aparatosas e inútiles, o simplemente por falta de voluntad y seguimiento.
Es pose, y eso es lo que no soporto. Por torpeza o indiferencia, lo de El Campín no fue un hecho aislado, no son “unos pocos desadaptados” y no actúan por su cuenta. Tampoco es el problema, es el síntoma de los males que tiene el fútbol, la sociedad misma, y que escala hasta las más altas directivas. No es una anécdota, no es un accidente, es el sistema mismo. El show debe continuar porque es mucho el dinero que está en juego, y tal cosa quedó comprobada cuando se siguió jugando pese a la invasión y las agresiones que vio el país entero.
Algo similar pasa en Estados Unidos con las armas. Cada vez que hay un tiroteo salen las autoridades y otros estamentos de la sociedad a decir la maldita frase “Our thoughts and prayers”, dicha más por compromiso que por convicción. Es que cuando un negocio deja casi trescientos mil millones de dólares al año según algunas fuentes, ¿qué importan unos cuantos muertos, unas cuantas masacres en centros comerciales, discotecas y colegios? Son daños colaterales, mártires que deben sacrificarse en aras de la salud de la economía. Hacer que se llora a los muertos, no cambiar nada y seguir con el negocio, una ley que aplica para las armas y para el fútbol.
Por eso no creo que vaya a pasar mayor cosa, no se vienen reformas ni mejoras. Quienes manejan el fútbol no quieren sanearlo, tampoco pueden, el invento se creció tanto que se les salió de las manos. Julián Mateo Molina se llama el hincha de Nacional que casi mata a patadas a uno de Santa Fe. Ya está en la cárcel y la justicia le va a caer con toda, pero es más que un chivo expiatorio que otra cosa porque hay que poner en bandeja de plata la cabeza de alguien. Hace mucho que las barras bravas pasaron de ser meras facciones violentas a hacer parte del deporte, tan importantes como la pelota misma, y en ocasiones financiadas por los mismos clubes.
Por eso las palabras de dolor de la prensa y dirigencia no las siento del todo honestas. Claro que les duele lo ocurrido, hay que carecer de corazón para no conmoverse con el hecho, pero no creo que estén dispuestos a pagar el precio que requiere arreglar el problema de la violencia en el fútbol, porque implica sanciones duras y efectivas que incluirían parar el balón durante un buen tiempo ante cualquier desmán o indicio de corrupción, y eso no es bueno para los bolsillos de muchos. Además, estamos tan atontados por el fútbol que no podemos vivir sin él, así que mejor tenerlo imperfecto que no tener nada.
Nadie se salva acá: autoridades, directivos, medios y periodistas, futbolistas e hinchas, ninguno de nosotros somos ajenos a la ola de violencia y podredumbre que lleva décadas pudriendo el fútbol. Incluso, antes que combatirlo lo hemos alimentado porque siempre ha sido más fácil callar, mirar hacia otro lado y gritar goles como si todo estuviera bien. El problema no es que existan “unos pocos desadaptados”, más bien somos todos, una caterva de subnormales inconscientes.