El silencio de los espacios infinitos

Neil A. Armstrong, Michael Collins y Edwin Aldrin NASA

A los 90 años murió Michael Collins, uno de los tres astronautas que hicieron parte de la misión Apolo 11, que llevó a un hombre a la Luna. De esa expedición solo sobrevive Buzz Aldrin, quien ronda ya los 91 años y, junto a Neil Armstrong, tuvo el honor de poner su huella en suelo lunar. Collins, entre tanto, no bajó y se quedó arriba orbitando el satélite artificial. Él vivió bajo la sombra de sus dos compañeros; él asumió un rol de reflexión y prudencia en la soledad.

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A bordo de la cápsula Columbia, Collins sobrevoló la luna durante 22 horas mientras que Armstrong y Aldrin caminaban, recogían muestras del suelo lunar y tenían los ojos de la humanidad sobre ellos. A 3.500 kilómetros de la Tierra durante esas horas, que fueron casi un día completo, Michael Collins (que por cierto comparte un homónimo con un también fallecido líder revolucionario irlandés) estuvo completamente incomunicado, ya que la señal de radio con Houston o sus colegas astronautas no podía atravesar la cara oculta de la Luna. Sin ver la Tierra, que estaba del otro lado, Collins se encargó de mantener a “flote” la cápsula en la que todos iban a regresar a casa mientras recopilaba datos fundamentales en la navegación para el posterior acoplamiento con el módulo lunar de sus compañeros.

Me pregunto, a raíz de la reciente muerte de este héroe de las misiones espaciales, si él disfrutó de esas horas de soledad en las que, al tiempo que lidiaba con el estrés de la misión, podía disfrutar del “paseo”, del momento y de un término que acuñó tres siglos y medio atrás Pascal: el silencio de los espacios infinitos.

Creo que sí y creo que dijo haberse sentido el ser humano más solo del universo durante esos momentos. Lo imagino disfrutando de ese paseo único en el que nada ni nadie iban a joder su existencia.

Hoy, al son de esta pandemia. Hoy, al son de este país mal gobernado por siglos, fracturado hasta la médula, con hambre, injusticia, violencia, con derechas e izquierdas inútiles y centros tibios, con pésimos líderes, con cifras de muertes y contagios por las nubes, camas de atención escasas y poco oxígeno. Hoy envidio a Michael Collins.

Y no lo envidio por su viaje, por su fama, por sus logros merecidos y su vida longeva. Lo envidio por esas 22 horas en las que su soledad fue su compañía, horas en las que pudo ser él sin mayor preocupación que la de dejar pasar el tiempo. Estoy seguro de que luego de esas horas, al abrir la escotilla y recibir a Aldrin y a Armstrong, Michael Collins fue un hombre distinto y mejor en relación con el que despidió a sus colegas para que pisaran la Luna.

Envidio esas 22 horas, al menos eso. Este país agobiado las necesita. Esta humanidad frágil las requiere. Tan solo ese tiempo en el marco de la absoluta certeza de que nada ni nadie intervendrán por más que lo intenten. Es el tiempo para repensar todo. El tiempo del silencio de los espacios infinitos.

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