Cuando echaron por primera vez a Daniel Coronell de la Revista Semana por cuestionar en una columna la postura editorial del medio al no publicar la información recibida sobre las nuevas directrices del Ministerio de Defensa y el Ejército Nacional que buscaban reactivar los llamados “falsos positivos”, hubo una fractura entre los columnistas que escribíamos para la edición digital. Días después de aquella desalentadora noticia, alguien envió a mi correo una nota en la que proponía llevar a cabo una renuncia masiva de los colaboradores. Yo acepté firmar la petición siempre y cuando todos los demás lo hicieran. Pero hubo unos que lo dudaron y otros a la que la propuesta, sencillamente, les resbaló. Me parecía inconcebible, y de una lógica perversa, que mientras que un periodista de la grandeza de Coronell salía por la puerta de atrás, una mediocre como Vicky Dávila, cuya cabellera es más larga que su ética, entraba triunfante por la puerta de enfrente.
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Indignado por esta situación, escribí en mi cuenta de Twitter una nota que decía: “Desde la lógica del periodismo serio, equilibrado, no tiene sentido sacar a Daniel Coronell de la Revista Semana y mantener a doña Vicky Dávila. Ahí sí habría que diferenciar entre la mierda y el caviar”. La señora, por supuesto, de la cual dudo entienda algo de argumentación, personalizó el asunto y se victimizó en su respuesta: “Profesor, está forma de expresarse no le queda bien. No es un buen ejemplo para sus alumnos. A una mujer no se le trata así. Yo en cambio, a usted lo respeto. Usted tiene una hija, una esposa, una madre, quizás unas hermanas, unas amigas. En serio, ¿las compara con “la mierda?”.
Algunos portales noticiosos hicieron eco del asunto y convirtieron una simple respuesta a una situación indignante en una noticia de farándula, en un tire y afloje de comadres vociferantes, en un espectáculo de circo, en un enfrentamiento de columnistas de Semana por la salida grosera de un periodista con pergaminos. Yo no volví sobre el tema porque lo que tenía que decir lo dije: que era sumamente incongruente sacrificar una pluma como la de Coronell y llevar en su reemplazo a una señora que, seamos sinceros, no tiene ni la menor idea de lo que es escribir bien, ni mucho menos hacer periodismo de verdad.
Con el retorno de Coronell a las páginas de la revista, aquel incidente estaba destinado a convertirse en una anécdota. Y así fue. Días después, el hecho terminó en un recuerdo, pero había dejado también un mensaje claro para todos aquellos que allí trabajaban, escribían o colaboraban: que estaba complemente prohibido cuestionar lo que la revista publicaba o no publicaba y que al que no le gustaba tenía las puertas abiertas. Mi indignación pareció disminuir con el paso de las semanas. No obstante, aquella amenaza empezó a gravitar como un enorme cúmulo de nubes sobre nuestras cabezas. Más sobre algunas que otras. La chica encargada de recibir las columnas fue sustituida sin razón aparente. Y no a todos los que allí escribíamos se nos notificó sobre el cambio de la persona encargada de recibir los artículos. Esa semana, por supuesto, el mío no apareció a pesar de haberlo enviado. Tuve que pedirle la información a un compañero de espacio, quien me dio el nombre y el nuevo correo donde debía hacer llegar mi artículo. Fue el principal campanazo de alerta. Algo me decía que, en el fondo, lo de Coronell no había sido una simple tormenta, sino el inicio de un huracán que frivolizaría los cimientos investigativos de la revista periodística más importa de Colombia en los últimos 30 años.
El 9 de julio de 2019, quince días después de haberlo enviado, apareció mi artículo “El uribismo y el espejo retrovisor”, en el que afirmaba que el Centro Democrático, como partido político, era literalmente una mierda. Eso debió dolerles a algunos. El artículo circuló bien en Twitter y Facebook y alcanzó, en un poco menos de 24 horas, unos 10 mil compartidos y una larga lista de “me gusta”. Pero, aun así, no estuvo entre los recomendados de Semana. Eso, sin duda, me alertó. Fue como un adelanto de lo que vendría. El 11 de julio, dos días después de su publicación, entró a la bandeja de mi correo electrónico un mensaje de la señora Lariza Pizano Roja, quien fungía por entonces como editora de opinión. En este me decía “que el comité editorial encargado de las columnas (…) considera que tu espacio debe ser reemplazado en la parrilla desde la próxima semana”. Luego agregó: “independientemente de los contenidos (…), que siempre hemos respetado y publicado, hacemos esta renovación como un ejercicio editorial”.
Por supuesto, no le creí ni media palabra, y su afirmación última corroboraba la negación de que los contenidos nada tenían que ver con el retiro de mi columna. Cuando publiqué la noticia en Facebook y Twitter, la bandeja de mi correo estalló con docenas de mensajes solidarios. Algunos columnistas, compañeros de espacio, me escribieron lamentando lo ocurrido, pero ninguno lo manifestó abiertamente. En este sentido, se refugiaron en un silencio acogedor. Algunos me llamaron al celular y otros, simplemente, me enviaron un mensaje de Whatsapp. Ese día me escribió Hollman Morris solidarizándose con mi salida de Semana. Gustavo Bolívar me ofreció un espacio en el portal Cuarto de Hora y Alejandro Pino Calad sugirió trasladar mi columna a Publimetro Colombia. Ese día, mis 10 mil seguidores en Twitter se convirtieron en 15 mil. Y dos mil personas más se unieron a mi cruzada en Facebook.
Un años después de aquel suceso, Semana lo hizo nuevamente: volvió a echar a Daniel Coronell. Esta vez no hubo retorno y el gran periodista permaneció tres días seguidos siendo tendencia en Twitter y llenando las páginas de portales y diarios. No sé si se lo dije en una llamada que me hizo al teléfono por esos días, pero creo que su mayor error fue haber regresado a Semana después de la primera echada. Y lo fue porque esta nada tenía que ver con lo periodístico, sino con un asunto de carácter político. Ese día, la revista perdió también a un poco más de mil suscriptores y el número aumentó durante las horas siguientes. Poco después de que se conociera en redes y portales la salida de Coronell, tres de sus grandes columnistas (Samper, Duzán y Caballero) se marcharon, y con ellos Calderón, estandarte de la unidad de investigación que tanta credibilidad le había dado a Semana.
Yezid Arteta Dávila, por su parte, con quien había tenido una comunicación cercana durante mi estadía como opinante de esa revista, renunció en solidaridad con los otros compañeros y días después me llamó para hacerme cómplice de un proyecto periodístico y cultural que empezó a fraguar mucho antes de abandonar el espacio de Semana. Hoy, lo reconozco, no puedo expresar otra cosa que una inmensa gratitud hacia Alejandro Pino por creer en el debate de las ideas y los argumentos, y Arteta Dávila por hacerme partícipe de El Comején desde el minuto cero, una cofradía conformada por un puñado de sudacas y euracas que creen que el mundo puede llegar a ser un lugar mejor.
En Twitter: @joaquinroblesza
Email: robleszabala@gmail.com
(*) Magíster en comunicación.