Era 1989 o 1990, uno de esos dos años, yo era un alumno de noveno grado o décimo y al colegio del que me gradué, el glorioso, pero tristemente desaparecido, Gimnasio Nueva Escocia, llegó una nueva profesora de educación física. Se llamaba Myriam y en la primera clase nos anunció que también iba a ser la nueva directora técnica de fútbol de la selección de mayores del colegio.
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¿Una mujer dirigiéndonos? ¡Ahora sí nos jodimos, esa qué va a saber! ¡Seremos la burla de los demás! Esos fueron los comentarios de la gran mayoría de los integrantes del equipo. Yo era el capitán y, sin ánimo de sacar pecho ahora, 30 años después, les pedí a mis compañeros calma, prudencia y ver con qué nos salía la nueva DT en el primer entrenamiento.
Guayos negros, sudadera, pito y cronómetro, una voz con don de mando y una figura imponente, todo lo anterior hacía de la profe Myriam, un sinónimo de respeto. Nos citó al frente, habló de sus reglas, del fútbol que le gustaba, del orden y la disciplina. Todos callados, teníamos una nueva entrenadora y la cosa fluyó.
Su pasión por el fútbol nos impresionó. Y sabía mucho del juego. Por ejemplo: yo en esa época era defensor central, zurdo, de buena técnica y capacidad. Nunca olvidaré que me habló de mi liderazgo, de mi buen pie y de tratar de seguir imitando el juego de Andrés Escobar; me corrigió y potenció el hecho de saber manejar mejor el perfil para intuir acciones de marca y de mejores movimientos. Cuando Myriam lo miraba a uno infundía respeto y amor por jugar fútbol.
Poco tiempo, no recuerdo por qué, duró Myriam al frente de nuestro equipo del colegio; creo que le salió otra opción, algo así, no sé. El caso es que se fue y dejó huella. Siempre la recuerdo y unos años después, como estudiante universitario y entrenador de los equipos de fútbol de ese mismo colegio del cual me gradué, logré, junto a unas niñas muy valientes, crear y consolidar los equipos femeninos de la institución, empero cierta oposición de algunos de sus directivos. Fuimos campeonas y fue en honor a Myriam.
Y es que cada vez que hay un triunfo del fútbol femenino de este país, ya sea en una cancha o en la lucha diaria por obtener apoyo, dignidad y respeto, ahí está su legado; porque fue ella quien desde los años ochenta inició una batalla valiente para hacerse un lugar en el mundo del fútbol. Ella soportó humillaciones, discriminaciones, insultos y apartamientos. Ella aguantó, luchó y labró el camino para el fútbol femenino. Ella fue la primera capitana de una selección Colombia femenina.
Hoy el panorama del balompié femenino es oscuro, triste e injusto. El título del Atlético Huila en Libertadores, el reciente subcampeonato del América en el mismo torneo, lo que han hecho las futbolistas en la selección Colombia y el nivel de exportación de jugadoras para los mercados de diferentes ligas del planeta, son cosas que ellas han logrado a punta de tesón y esfuerzo. La gran mayoría de directivos de la Federación Colombiana de Fútbol y de la Dimayor las miran con desdén y las apoyan (si es que ese verbo cabe ahí) por obligación y no por convicción.
Ser futbolista mujer en Colombia es un acto de valentía. Las mujeres del fútbol de este país lo han soportado y dan la lucha gracias a legados como el de Myriam Guerrero, prócer del fútbol femenino colombiano y una entrenadora que no olvidaré jamás.