Rousseau lector

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A pesar de su orfandad, la infancia de Jean-Jacques fue feliz. Su padre, un irresponsable soñador, le dio la libertad necesaria para que creciera sin limitaciones; no lo obligó a frecuentar la escuela ni lo sometió a ningún tipo de presión. Como el pequeño aprendió a leer rápido, juntos empezaron a devorar las novelas dejadas por Suzzane. Eran historias llenas de aventuras y de héroes que leían todas las noches en el taller, donde Isaac hacía resurgir océanos infestados de piratas y palacios.

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Isaac Rousseau, padre de Rousseau, conoció a Suzanne desde niña. El 2 de julio de 1704 se casaron, pero Isaac, aventurero y poco dado a la paternidad responsable, viajó a Constantinopla; montó un taller de relojería en el Bósforo en busca de fortuna, y abandonó a su esposa embarazada de su primer hijo. Seis años después regresó, a instancias de su mujer, y el 28 de junio de 1712 nació el segundo hijo, Jean Jacques Rousseau. El 7 de julio murió Suzanne de una fiebre puerperal. Entonces los dos niños quedaron a cargo de Suzon, hermana menor de Suzanne.

Una vez terminada la biblioteca de su madre, a la edad de siete años inició con la de su tío abuelo, el pastor Samuel Bernard. Leyó biografías, historia y diálogos de filósofos, muchos de los cuales aprendió “casi de memoria”. Su padre le mitificó Ginebra y Rousseau vivió engañado creyéndola una ciudad alegre y armoniosa donde todos eran amigos y hermanos.

Un día, al querellarse con un vecino, su padre huyó a Nyon, dejando de nuevo abandonada a la familia. Jean-Jacques, su hermano y su primo Abraham Bernard quedaron al cuidado de un tutor, cuñado de Isaac. Aquel los envió a la casa de un pastor que los educó en el catecismo y en la libertad del campo. Por sus travesuras Jean-Jacques fue castigado muchas veces con azotes. Al volverse insoportables, los niños regresaron dos años después a casa del tutor.

De vez en cuando, Jean-Jacques visitó a su padre en Nyon. Con doce años, quería ser pastor, pero el dinero escaseaba; así que un tío lo envió a trabajar como escribano. Pero en esta tarea fracasó, por lo que fue tildado de burro. Luego lo puso a trabajar como aprendiz en un taller de grabado que acabó con “la libertad, la ociosidad y los libros”.

Para olvidarse del abandono al que lo sometió su familia, se aficionó a la lectura. Una vieja prestamista de libros le facilitó volúmenes que devoró “con avidez, con rabia, con desesperación”. Leyó para atiborrarse de sueños y para evadirse de una realidad que le parecía cruel, injusta, brutal, pues un mediocre maestro de grabado, de veintiún años y carente de experiencia, le pegaba; además, sus compañeros de trabajo le parecían estúpidos. Tres años después, se dio a vagar por el campo. De regreso a Ginebra, no alcanzó a entrar a la ciudad, que había cerrado sus puertas, y abandonado y maltratado, huyó a los dieciséis años a Confignon.

El muchacho estaba lleno de sueños. Gracias a la lectura de novelas su cabeza imaginaba acogedores castillos y damas generosas. En esa ciudad encontró a un pastor que lo acogió y lo recomendó a una dama caritativa en Annecy, llamada Mme. de Warens, una adorable rubia de veintiocho años, ingeniosa, mundana y lectora. Casada, divorciada después, convertida al catolicismo. Rousseau vivió una instancia breve en casa de esta mujer.

Con recomendaciones fue recibido en el hospicio de catecúmenos de Turín. Allí, entre pilluelos, fue bautizado y agregado su nombre católico François, a pesar de sus resistencias teológicas. Luego le echaron nuevamente a la calle con veinte francos en los bolsillos. En Confignon ingresó a trabajar en la tienda de Mlle. Basile, llevando las cuentas y escribiendo cartas. Aunque torpe y tímido, el joven adolescente fue muy enamoradizo; le dijo a su patrona que la amaba. Enterado el marido de las atribuciones que el joven se dio con la tendera, lo echó.

De nuevo inició sus aventuras. Pasó un tiempo como lacayo de una condesa, pero ella murió poco después. Vivió su juventud abandonado a su suerte y con la cabeza llena de lecturas desordenadas. El romántico jovencito comenzó a advertir que el mundo no estaba lleno de héroes ni de damas en apuros, como se lo habían enseñado las novelas. Trabajó de nuevo como lacayo para el octogenario conde Ottavio Francesco, quien lo involucró en su tertulia.

Rousseau, el lacayo erudito, tuvo entonces la oportunidad de mostrar su saber; por lo que fue admirado no sólo por la concurrencia, sino por Pauline, la nieta del amo. El anciano conde lo encomendó a su hijo, el abate de Gouvon, para que lo instruyera. Con él, el joven regresó al latín, aprendió el italiano y volvió a las lecturas ordenadas. “Sólo se le pedía seriedad, aplicación y perseverancia”.

Pero más proclive a la libertad y a la aventura que a la disciplina, volvió al vagabundeo y regresó a Annecy, donde Mme. de Warens, a quien llamó “Mamá” y quien se encariñó con el adolescente. Rousseau regresó a la lectura. Leyó y discutió con ella a los protestantes, el diccionario de Bayle y Saint-Évremond, apreció a La Bruyère, detestó a La Rochefoucauld, admiró El Espectador de Joseph Addison y los libros de derecho natural de Puffendorf. Ávido de instrucción, leyó con más reposo, reflexionó y se esforzó por poner orden sus conocimientos desordenados.

El joven produjo una impresión ambigua en un instructor, que lo juzgó inteligente pero lento; indisciplinado, torpe y tímido para hablar; por lo que se limitó a enseñarle lugares comunes; aunque destacó sus habilidades para la escritura, lo que le permitió ocultar sus deficiencias comunicativas. Por muy poco tiempo, el muchacho se hizo seminarista, aunque el superior no le vio cualidades. Entonces Rousseau se convirtió en músico.

Así, dedicado a vivir con Mme. de Warens, a la música, a la lectura de Voltaire y a los escritores de Port Royal, se transformó en autodidacta. Su formación lectora pasó por los filósofos de esta abadía de los que tomó ideas. Se formó en el álgebra, la geometría, la aritmética, la historia antigua, los estudios sobre las Escrituras y se volvió aficionado a la química. Leyó en latín a los clásicos latinos, armando él mismo su plan de estudios.

Luego comenzó a escribir. Recibió la herencia de su madre que entregó a su tutora, que se había conseguido un amante. La lectura lo salvó del despecho y le permitió coleccionar las ideas que más adelante madurarían para cuestionar el mito de la armonía civil que le enseñó su padre e iniciar la transformación de la educación en la teoría. En sus escritos se advierte no sólo la madurez de sus ideas sino la asimilación de sus lecturas.

Rousseau inauguró una filosofía en la que la libertad del hombre en comunión con otros hombres, también libres, daría lugar a una sociedad justa y equitativa. En El contrato social desarrolló mejor esta idea: la de un Estado que respeta los derechos de sus ciudadanos que participan de las leyes que los gobiernan.

Miguel Ángel Manrique

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