Álvaro Uribe Vélez ha negado siempre ser un mafioso, pero se mueve en un entorno mafioso y ha mantenido vínculos estrechos con figuras investigadas por narcotráfico y paramilitarismo. Esto no es nuevo, como tampoco lo es su negación de los hechos turbios que suceden a su alrededor y los personajes oscuros de lo rodean. La lista de esas relaciones es larga. Y en ella aparecen nombres como el de Pablo Escobar, quien, según cuenta Virginia Vallejo en un libro Amando a Pablo, odiando a Escobar (2007), recibió los beneficios del entonces director de la Aeronáutica Civil, un joven con cara de monaguillo que mantenía comunicación directa con el capo. En ese orden de peligrosidad se encuentran los hermanos Ochoa, líderes –con Escobar– del célebre Cartel de Medellín, militares condenados e investigados por asesinatos como los generales del Ejército Rito Alejo del Río y Mario Montoya, y de la Policía como Mauricio Santoyo, su jefe de seguridad durante el tiempo que estuvo de inquilino en la Casa de Nariño.
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Lo anterior le granjeó el apodo del “hombre del impermeable”, pues suele sumergirse en piscinas profundas, repletas de excremento, pero “emerge fresco, impoluto”, como lo aseguró un artículo de la entonces revista Cambio. Nada parece tocarlo. Nada parece afectarlo. Dos de sus ministros fueron investigados, sentenciados y puestos tras las rejas por ofrecer dádivas a dos congresistas para que apoyaran la reforma constitucional que le permitió al presidente de la República permanecer dos años más en el palacio de gobierno. Ante el escándalo que suscitó la mañosa maniobra, Uribe aseguró desconocer que sus ministros de confianza, Sabas Pretelt de la Vega y Diego Palacio, patrullaran los pasillos del recinto del Congreso ofreciendo consulados, notarías y otras prebendas para que se aprobara la realización de un referendo que buscaba transformar “un articulito” de la Carta Magna.
Las nefastamente famosas chuzaDAs, o interceptaciones ilegales que el desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad (una agencia de inteligencia al servicio exclusivo del presidente) llevó a cabo durante su gobierno, no hicieron parte de sus políticas porque, según expresó, él nunca ha hecho nada ilegal. Es decir, él ha sido siempre un funcionario que ha caminado sobre los límites de la justicia, y si algo ocurrió por fuera de la ley, ese algo fue sólo iniciativa de sus funcionarios. Lo anterior, no hay duda, es sumamente curioso, porque alguien que ha demostrado con creces conocer los secretos más guardados de sus enemigos políticos, que sabía con exactitud lo que hacían los miembros de las Farc durante las negociaciones de paz en La Habana, que recibía en tiempo real las imágenes de los miembros de la guerrilla en el desayuno, el almuerzo y la cena, que se enteraba de todo lo que decían, e incluso, a qué hora dormían, no se haya enterado absolutamente de lo que sucedía con sus funcionarios cuando doblaban una esquina de la Casa de Nariño.
A propósito, el palacio presidencial es, sin temor a equivocación, el edificio más custodiado del país. Tiene los cien ojos de Argos, representados en más de cien cámaras de circuito cerrado de televisión. Tiene un batallón de soldados exclusivamente para prestar la seguridad del recinto, la de sus funcionarios y visitantes. Tiene instalada una docena de detectores de metal. Sus puertas, además, están fuertemente custodiadas “por hombres de la patria”, entrenados para persuadir o disparar contra cualquier objetivo-amenaza que atente contra la seguridad del primer mandatario y la de su familia. A pesar de todo lo anterior, en abril de 2008, un señor de nombre Pedro Antonio López Jiménez, más conocido en el mundo del sicariato como Job, y quien fuera la mano derecha del comandante paramilitar Diego Fernando Murillo, alias Don Berna, llegó a la oficina oval del palacio a través del sótano en compañía del abogado Diego Álvarez, se reunió con el entonces secretario de prensa de Presidencia, César Mauricio Velásquez, y el exsecretario jurídico de Uribe, Edmundo del Castillo, para comunicarle al presidente de un supuesto complot que buscaba incriminarlo con varias masacres cometidas por los paramilitares.
Al parecer, el presidente Uribe Vélez no se enteró de que, al lugar donde él ejercía el poder, donde tomaba las decisiones trascendentales para el desarrollo del país, un reconocido sicario de la Oficina de Envigado, mano derecha del sanguinario Don Berna, llegó subrepticiamente a buscarlo y sus funcionarios no le hayan informado. Lo curioso del asunto fue que, dos meses después, cuando se supo que a la Casa de Nariño había entrado uno de los sicarios más peligrosos del país, en un restaurante de la capital antioqueña se produjo un tiroteo y, en medio de la balacera, varios proyectiles hicieron blanco en el cuerpo del reconocido sicario y narcotraficante.
Negar, pues, la realidad de los hechos es como intentar tapar la luz del sol con una mano. Uribe ha negado siempre su relación con miembros del bajo mundo. Ha dicho que todo se trata de jugadas políticas que buscan manchar su buen nombre. A mí, como a millones de colombianos, me quedan profundas dudas de que el hombre que tenía en sus manos la administración del DAS, un organismos de inteligencia al servicio de la Presidencia, no se haya enterado durante los ocho años que estuvo en la Casa de Nariño de que su entorno político y gubernamental estaba conformado por una enrarecida y oscura fauna delincuencial.
Hoy, Uribe tiene más de trescientas investigaciones entre penales y disciplinarias en su contra. Es investigado por fraude procesal y ha sido vinculado a varias masacres. Pero, aun así, el muy cínico busca reformar con un plebiscito la justicia que lo juzga y desaparecer el único tribunal que puede darle luz a sesenta años de conflicto armado, poner sobre la mesa los nombres de los financiadores de la guerra y de aquellos que dieron las órdenes de cometer masacres y asesinatos selectivos.
Joaquín Robles Zabala
En Twitter: @joaquinroblesza
E-mail: robleszabala@gmail.com
(*) Magíster en comunicación y docente universitario.