La palabra hace parte de esa clasificación que la Academia de la Lengua Española llama “americanismos”. Un “bochinche” es el nombre que en el Valle del Cauca y regiones del Caribe se le da al chisme, nos cuenta el maestro Roberto Cadavid Misas, Argos, en su compilación de “Gazaperas gramaticales” de 1991. Para el resto de los usuarios de la lengua de Cervantes, “bochinche” es definido como un tumulto, un barullo, un alboroto, una discusión o pelea violenta que se aleja de los límites de lo racional. Es también una noticia, verdadera o falsa, con la que se busca indisponer a una persona con otra. Cuando un periodista publica un hecho de interés para una comunidad, no está comunicando un chisme, sino un acontecimiento que ha sido previamente verificado y contrastado. Fue el gran Truman Capote, el autor de ese best seller que lleva por título “A sangre fría”, quien aseguró en una de sus muchas entrevistas que la esencia de la noticia era el chisme. Pero el chisme, desde el punto de vista ético, es sólo un rumor que, como la generalización en un argumento, es insostenible si carece de las premisas que lo soportan.
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De manera que el periodismo no es un oficio para la difamación, sino de responsabilidades y respeto para con la audiencia y lectores al momento de suministrar los datos. Buscar aceptación y confiabilidad a través de la “chiva” o de quien lo diga o presente primero, no es lo que define a un periodista. No son los ‘like’ o los ‘me gusta’ o las veces que una información es compartida en redes y otros medios lo que hace relevante a un comunicador profesional. Un periodista que intenta sostener su credibilidad utilizando sólo estas nuevas formas digitales no está cerca del periodismo sino de la farándula.
El periodismo es, ante todo, investigación, una que serpentea obstáculos como un río en busca del océano. Es en este punto donde entra en funcionamiento el célebre “detector de mierda” del que hacía referencia el gran Ernest Hemingway. Pues saber discernir entre lo que es relevante y lo que es basura no es sólo un acto ético, sino también de profesionalismo. Cuando Ryszard Kapuscinski afirmó que “los cínicos no sirven para ejercer este oficio”, resulta casi imposible no pensar en “mercantilistas de la información” como Vicky Dávila, Claudia Gurisatti o Salud Hernández. En maestros de la desinformación como Luis Carlos Vélez, Julio Sánchez Cristo, Darío Arismendi, Néstor Morales y una larga lista de nombres carentes de esas virtudes éticas-morales que, según el británico George Orwell, mantienen en equilibrio esa balanza “de la información” que se traduce no sólo en el concepto de la “buena persona” que referencia el bielorruso, sino también en el ejercicio del buen periodismo que, en este sentido, no es otra cosa que la búsqueda de la verdad en esa confrontación con las fuentes.
En su celebrado libro sobre “los cínicos”, Kapuscinski afirma lo siguiente: “una cosa es ser escéptico, realista, prudente (…), que es absolutamente necesario. Algo muy distinto es ser cínico, una actitud inhumana que marchita el oficio de la información”. Cuando un periodista, como el mago que guarda la paloma en el sombrero, no pone todas las piezas de los hechos en el tablero, no hay duda de que está mintiendo, o, en el menor de los casos, poniendo de relieve una verdad a medias. El asunto se agrava cuando esa omisión no es el resultado de la falta de información, sino, por el contrario, llevada a cabo con alevosía. No es la función del periodista, como se ha dicho una y mil veces, defender a los poderosos. Pero en Colombia, contraria a la norma, esa máxima parece hacerse añicos porque la excepción se ha venido convirtiendo en la regla: periodistas que, desde sus trincheras de información, desde sus espacios radiales o televisivos, toman la vocería del político poderoso, del empresario asociado con políticos cuestionados y convierten un publirreportaje en una noticia de relevancia nacional.
Lo de Vicky Dávila, lo diga o no la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), es desastroso para la profesión. Publicar un audio donde dos tipos (un oficial de la Policía y un exfuncionario del Estado) hablaban de buscar un lugar para “echar un polvo” y venderlo luego como “la prueba reina” del escándalo sexual que el país conoció como “La comunidad del anillo”, es de un morbo aterrador y una falta de ética que raya en el delito. Pero esa anécdota es sólo la punta del gigantesco iceberg. Julio Sánchez Cristo, ese “legendario hombre de la radio”, hizo pasar su estrecha amistad con un abogánstar como una relación periodista-fuente mientras se tomaban las fotografías para el recuerdo y compartían una botella de whisky. Las entrevistas sin rigurosidad que el afamado periodista le hizo al “jurista”, donde este justifica los posibles delitos por los que se le investigaba, son de una lambonería sin techo y de una complicidad que raya los lineamientos éticos. Lo mismo podría decirse del “maestro Arismendi”, evasor de impuestos, además, e involucrado en el famoso paraíso fiscal que la prensa bautizó como los “papeles de Panamá”. Lo anterior, nos deja ver que los “cínicos” del periodismo colombiano son mayoría.
Reafirmar mil veces la falacia de que entre bomberos no se pisan las mangueras, no deja de ser una estupidez del tamaño de una catedral. Si la crítica periodista se fundamentara en el deber periodístico, en la ética que debe atravesarla trasversalmente, en buscar menos fama y dinero, menos relación con el poder, menos contratos publicitarios que sirvan de mordaza a quienes ejercen la profesión, tendríamos eso que el gran Albert Camus “llamó el mejor oficio del mundo”. Desgraciadamente, la ética, esa normatividad social que no está escrita en ningún manual de comunicación, pero que debe estar presente en cada uno de los actos de comunicador, tiene hoy en Colombia un espacio generoso en el cuarto de San Alejo.
Joaquín Robles Zabala
En Twitter: @joaquinroblesza
Email: robleszabala@gmail.com
(*) Magíster en comunicación.