El covid tocó las puertas de mi familia. El miedo más común durante esta pandemia, más allá de la protección individual, se llevó, como ha ocurrido en estos meses en alrededor de 27.000 hogares colombianos, a un ser querido. Y más allá del dolor, la impotencia y el golpe lleno de frialdad que se siente, esta situación me lleva a pensar en el ‘¿para qué?’ más allá del ‘¿por qué?’. Me voy al campo de los balances y la enseñanza, eso sí, adobada con ciertos reproches.
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Era un primo. Se llamaba Jaime Andrés y tan solo tenía 38 años. La obviedad del compartir desde pequeños y ya en la adolescencia y la adultez se vio acompañada de la distancia del vivir en ciudades distintas. Pero, más allá de eso, ese vínculo entre primos es ese que establece que son personas que colindan los terrenos de una amistad cómplice. En sí, los primos son esos amigos, esos parceros con los que se comparte un apellido y un ADN.
Jaime Andrés no era uno de mis primos más cercanos. No fue uno de esos amigos de rumba, de tertulia, de confidencia. Pero siempre que nos cruzábamos, el respeto mutuo se sellaba bajo el manto de un abrazo, mirarnos a los ojos, preguntarnos por nuestras vidas, hablar de rock, de Vikingos y otras series, de fútbol y Atlético Nacional; y a veces echarnos unas polas. Era un asunto de momento que no trascendía. Y no pasaba por él y no pasaba por mí. Las voluntades de ambos se quedaban suspendidas esperando ese otro momento para vernos. Y es normal, creo que en la vida no es necesario verse a diario con alguien para saber que está ahí. Es más, a veces el verse tanto corroe el vínculo.
No es excusa. Jaime era un hombre callado, de humor fino, culto, leía, seguía el legado familiar del rock y, ante todo, fue un guerrero de la vida. Desde que tuvo 14 o 15 años acompañaba a un tío a filmar los partidos de Nacional en el estadio y descubrió que su vida la viviría a través de un lente. Él sería los ojos mudos de otros, bajo su inspirada y sagaz retina. Y así fue. Fue autodictada, luego se preparó y al final de sus días se fue como uno de los mejores camarógrafos de la ciudad y del fútbol colombiano.
También es claro que todos después de muertos somos buenos, pero ese cliché en Jimmy cae perfecto. Era un hombre bueno.
Jamás olvidaré cómo vivimos en 2013 el título de Atlético Nacional contra Santa Fe, ebrios de felicidad y maicena en el Parque Lleras. Tampoco dejaré de olvidar que, con su cámara, antes o en el intermedio de los partidos, él nos ponchaba en la tribuna para darnos un “baño de popularidad total”. Ahí, entiendo ahora, me abrazaba a la distancia.
Con su muerte no saldré, como hacen muchos en estos casos, a decir que era mi mejor primo, que nos criamos jugando canicas juntos, que vivía pendiente de él, que lo buscaba y que él era una prioridad en mi vida. No, la cotidianidad y el desinterés succionan el hecho de estar al tanto de alguna gente. El día a día mismo, las decisiones respetables de alejarse de mi parte y también de la suya, tristemente, nos anestesiaron. Porque también hay gente que no merece nuestra empatía, humildad y búsqueda, tampoco eso se feria, pero Jaime Andrés sí que la merecía.
Me reprocho hoy no haber pensado más en él. Pienso hoy sobre el por qué no lo llamé un fin de semana para tomarnos algo, para tertuliar ¿Por qué no lo convidé a mis proyectos? ¿Por qué no tuve esa iniciativa de un chat, un hola, un lo que sea? ¡Me lleno de “por qués”, que ya no sirven para nada!
La enseñanza es clara, sobran más palabras. Simplemente, de mi parte, Jimmy querido, me faltó más contigo…
Descansa en paz.
Andrés ‘Pote’ Ríos / @poterios