Se acabó la cuarentena y la gente se debate entre volverse loca y seguir encerrada, aunque ya hace rato venía en esa disyuntiva, desde junio por ahí. Es que nos aislaron en marzo y después de medio año en esas es normal querer desfogarse. Basta con entrar a Instagram para saber que desde hace meses la gente perdió la pena y no solo hace reuniones, fiestas y paseos, sino que se muere por gritárselo al mundo; el mismo afán exhibicionista de siempre, pero más emocionante porque además de creerse famosa e importante, siente que está rompiendo la ley, toda una rebelde.
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Yo entro a Instagram y me dan ganas de sapear a la cantidad gente que sube videos de sus reuniones sociales, pero al final no lo hago porque no está en mi naturaleza ser un soplón y porque no tengo claro si la cuarentena se acabó o sigue. Todo ha sido tan confuso durante estos meses, tan folclórico en el sentido del folclor del colombiano, que no sé qué se puede y qué no se puede hacer, así que mejor me quedo quieto, ellos verán qué hacen. Durante estos meses he sabido de gente que se ha escapado a alguna finca, se ha reunido para celebrar un cumpleaños o ha tenido una tarde de asado, incluso unos amigos con los que tengo un chat de Whatsapp armaron otro aparte sin mí para poder hacer fiestas y reuniones clandestinas porque saben que no estoy de acuerdo con ellos y los regaño. Espero que después de que todo esto pase, vaya uno a saber cuándo, podamos reencontrarnos. La verdad es que quiero verlos, pero sé que no lo disfrutaría, en este momento me siento incapaz de abrazar a alguien, compartir un cubierto o un vaso y no pensar en que me estoy contagiando, y contagiando de paso al resto del planeta. No sé cómo hacen ellos para superar esa culpa.
Lo más chistoso de todo es que cada persona que se ha volado la cuarentena tiene una excusa para justificarse, al mejor estilo de quien comparte una noticia falsa para reafirmar su posición política. Con frecuencia recibo por chat notas que hablan de que la salud mental de la gente no da más, de que el virus no es tan grave, de que los médicos de no sé dónde ya descubrieron cómo controlarlo pero que no dejan filtrar dicha información, o de que todo es una conspiración de los gobiernos para tenernos controlados y de paso sanear la economía. Hace poco, cuando aun no estaba claro si se podía o no salir a hacer deporte, tuve una discusión con un amigo que monta en bicicleta y que me mandó una decena de informes que explicaban por qué hacerlo no era peligroso para la salud pese a la pandemia. No logramos ponernos de acuerdo y después de un rato entendí que tanto desgaste no valía la pena para ninguno de los dos. Así suene arbitrario, grosero y hasta anárquico, al final el único argumento válido para hacer algo es que se nos dio la gana de hacerlo. Podrá no ser la razón mejor argumentada, pero es la única irrefutable, y yo se la compro a cualquiera así no la comparta.
Con respecto a las historias en Instagram, varias cosas se me vienen a la cabeza cuando las veo. Primero, que hay gente que en plena pandemia tiene más vida social que yo en condiciones normales; segundo, que esos irresponsables nos van a matar a todos y parece no importarles. Tan correctos que se ven, tan buenos ciudadanos que votan, pagan impuestos y se quejan del gobierno de turno, y ahí están subiendo a Instagram videos donde cantan mientras miran a la cámara del celular y usan la mano como micrófono. No solo se están pasando por la faja las reglas de emergencia establecidas, sino que no saben lo ridículos que se ven.