Opinión

Sobre panaderas, cantinas y ruanas

“Seguramente, si este país reconociera el aporte del agro, en el escudo tendríamos que darle espacio a una imagen que de cuenta de la relación entre los campesinos y la bicicleta”: Caballito de Acero

Hace unos años, en medio del verde de las montañas de Boyacá, sostuve una conversación con un campesino de la región. Mientras nos terminábamos una cerveza, me fijé que el dueño de la tienda tenía una panadera apoyada en la pared. La bicicleta, que bien podría ser una reliquia, era de color rojo, el sillín era de cuero negro y ya mostraba algunas grietas por el uso, y el manillar de un plateado perfectamente brillante. Un solo plato, un solo piñón. Le dije al hombre que le compraba la bicicleta, a lo cual se negó. “No, doctor, ¿usted me compra la nave y yo en qué traigo la cerveza del pueblo?”. Uno podría pensar que al ser el dueño de una tienda este hombre tendría recursos suficientes para otro tipo de logística, pero don Plinio seguía yendo cada vez que se les acababa la cerveza a unos 4 kilómetros para amarrar algunos petacos a la canasta de su panadera. Ya rayando los 80 años el hombre sigue dando pedal para abastecer su negocio y tener con qué comer y mantener a su familia.

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Lejos de ser bicicletas de carbono, livianas, con dos platos y varias velocidades, el campo colombiano está lleno de marcos de acero, ruedas pesadas, y campesinos que logran velocidades que parecen inimaginables y en las que la ruana se convierte en capa.

De vez en cuando, y dependiendo de lo heroica que parezca la hazaña, algún campesino colombiano se vuelve viral en redes por lo que hace con su bicicleta. Ya hace unas semanas el turno fue para don Iván, un floricultor antioqueño que, con sus pesadas botas punta de acero y con el overol para el trabajo, le cogió rueda a Rigoberto Urán mientras el de Urrao practicaba la crono. Don Iván llegó a ser noticia nacional, terminó con bicicleta nueva y corriendo una carrera virtual en medio de una pandemia.

En su libro Reyes de las montañas Matt Rendell afirma que Colombia, el catolicismo y el ciclismo son una trinidad perfecta. Difícil luchar contra esta tesis cuando muchos altos tienen una virgen al final. Los ciclistas aficionados peregrinamos por muchos de estos lugares, aprendimos a conocer los altares, y mientras el cuerpo va al límite y tenemos que buscar un piñón más, a veces suele pasar un campesino, con su ruana terciada, las botas de caucho y la cantina amarrada al marco. A la trinidad propuesta por Rendell es necesario agregar un elemento más: el campesino colombiano que ha coronado esos altos con solo un plato y con algo de peso de más. Seguramente, si este país reconociera el aporte del agro, en el escudo tendríamos que darle espacio a una imagen que de cuenta de la relación entre los campesinos y la bicicleta.

Muchas de esas máquinas, elemento central en las economías campesinas, se corroen con el paso del tiempo, y algunas con sus cadenas ya naranjas del óxido siguen en función. Sin sus bicicletas muchos campesinos no podrían realizar sus labores. Seguramente, para ese campesino que pasó a un lote de ciclistas aficionados, más que un entrenamiento, el recorrido en bicicleta es parte de una rutina. La leche tiene que llegar a su destino, o si no la madrugada a ordeñar la vaca habría sido en vano.

Unas noches atrás recibí una llamada de mi papá. Regresando de la finca, y a punto de coronar uno de los míticos altos boyacenses, vio a don Plinio. Sorprendido me contaba que además de la ruana, ahora andaba con tapabocas. Con el mismo ritmo que venía subiendo desde antes enfrentó la parte más dura de ese puerto “¡Y con tapabocas!”.

Mientras los expertos hablan de la importancia de la bicicleta en el contexto de pandemia y pospandemia, muchos campesinos colombianos desde siempre han sabido que sin su bicicleta realizar la mitad de las labores sería más difícil, sino imposible. Hoy estas líneas para ellos, para sus panaderas, para sus ruanas y sus cantinas.

Por: Pedro J. Velandia / @acerocaballito

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